SÉ que estás dentro de cada una de las gotas que se desarticulan del cielo. Por eso no me puede la tristeza cuando no te veo, porque algo te conozco y sé que tarde o temprano volverás a mostrarte ante nosotros. La paciencia resulta amarga, pero su fruto es dulce -esto ya hubo quien antes lo dijera-.

Mientras esperaba tu llegada en el quicio de la caseta, me permitía observar el comportamiento de la voluntariosa lluvia, a la que tanto deseamos, pero rezongamos, refunfuñamos por la llegada de lo que antes hemos pedido. Aceptadas estas contradicciones, mientras te espero, es un gozo disfrutar de la belleza que expresa la lluvia en plena eclosión de su carácter, pues son muy heterogéneas las maneras que tiene de mostrarse. Al final, ante todas, nos humillamos. La lluvia suave, la que cae como una cortinilla transparente, permite que haya cierta armonía entre el vertido de sus partículas y su previsible golpe contra nuestro cuerpo. Somos nosotros quienes quebramos la verticalidad, tratando de evitar su calado. Me paré a estudiar el motivo que lleva a una persona a doblarse bajo la lluvia cuando no desea mojarse. Quienes van armados con un paraguas parecen haber sido enchufados a una corriente que acelera su paso. Los paraguas contagian comportamientos. Ayudan a la marcha elegante cuando pasean de bastón. En cambio, al techar con él nuestra cabeza irradia algo que estimula a urgir. No se pasea cuando llueve. Más aún, se malogra la elegancia y el humor. Más subordinados por la tromba se muestran quienes denostaron la sombrilla y se apañan con un plástico o un periódico que cubra, quizá, algún centímetro del frontal. Esta modalidad de enfrentarse ante el aguacero, que mantiene cierta similitud en el paso acelerado, resulta desastrosa porque empapa la ropa y casi todo el cuerpo. En cambio, se sacude a favor el buen carácter. Quien va a pelo, ofuscado con el chaparrón, tampoco se libra de ir plegado, chorreado y desabrido. La cuestión es por qué debajo de la lluvia, en cualquiera de estas modalidades y otras más, no se camina erguido. Puede que la resignación lleve al individuo a aceptar que se mojen las ropas, las manos, la cara y, en penúltima instancia, los pies, pero nunca la cabeza. A qué se debe esta resistencia si cuando ya estamos totalmente chorreados nos sentimos liberados dando la cara a las nubes y sus chispas nos calan de placeres, de pícaras risas, de juegos y alegres anécdotas… La lluvia nos gana el pulso si renegamos de ella, pero si nos relajamos nos trae la liberación.

Y ahí estaba yo, en el quicio de la caseta, esperando tu llegada, cuando apareciste, lindo pero dudoso, inquieto, ansioso, escurridizo e incómodo. Quiero que sepas, Sol, que diste con tu presencia huidiza, la luz y el calor que, para ser, necesitaba la Feria.

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