La primera ministra sueca, Magdalena Andersson, al tiempo presidenta del Partido Socialdemócrata de su país, reconoció el pasado mayo gravísimos errores en la gestión de la inmigración que durante décadas ha recibido Suecia. Allí, el número de personas nacidas en el extranjero se ha duplicado en los últimos veinte años, alcanzando la cifra de dos millones, lo que equivale a una quinta parte de su población. El problema -razona- no es tanto esa proporción como las débiles políticas de integración que, a la postre, fortaleciendo la segregación, han consolidado dos sociedades paralelas. "Vivimos en el mismo país -dice Andersson-, pero en realidades completamente diferentes". Eso ha propiciado disturbios de orden público, un agravamiento exponencial de la delincuencia y la aparición en el territorio de zonas que, al modo de guetos, resultan inaccesibles para la ciudadanía mayoritaria. Admitiendo que tendrán que reevaluarse las verdades anteriores y tomarse decisiones difíciles, la primera ministra ha planteado una batería de medidas que persiguen recuperar la serenidad en las calles y devolver viabilidad a un proceso que ya se percibe fallido.

Procediendo de una nación indubitadamente abierta y demócrata y de un Gobierno de centroizquierda, la advertencia no debiera ser despachada con los cuatro tópicos que maneja el progresismo políticamente correcto. La inmigración, esto es obvio, genera importantes dificultades: no es lo mismo la inmigración legal que la ilegal; no es lo mismo, tampoco, integrar a un inmigrante que procede de nuestra cultura que a quien llega de otra muy diferente; no tiene lógica, en aras de una falaz solidaridad, blanquear las biografías de quienes cargan con un pasado turbulento; es suicida, al cabo, abrir de par en par las fronteras, permitiendo una inmigración incontrolada que apareja conflictos económicos, de seguridad y, fracasado el multiculturalismo, de integración.

Todo esto, que es una realidad incuestionable, no quiere ser visto por una izquierda utópica, incapaz de afrontar racional y objetivamente un fenómeno que empieza a desbordarnos.

Del aviso de Suecia, me quedo con la franqueza: la experiencia no está funcionando. No se trata de renunciar a la solidaridad, sino de insertar en el propósito un poco de sentido común. Ése que, no teniendo ideología, no puede por más tiempo ser insultado, criminalizado y arrumbado en el despreciable montón de las cosas caducas.

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