palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Sumisión

ME pregunto qué quedará de los españoles después de que el Gobierno haya salvado la economía de España, en qué clase de caricatura se convertirá el bienestar de las clases medias tras perpetrar los pertinentes hachazos, a qué clase de abismo caeremos después de librar a España del abismo. Y sobre todo me pregunto cuántos de estos sacrificios temporales se transformarán en permanentes, cuántas de las heridas de hoy acabarán transformadas en viejas cicatrices correosas. Porque cada día aumenta la sospecha de que la crisis es la punta de lanza de una atroz revolución conservadora que busca imponer un nuevo modelo económico de raíz neoliberal que rebajará drásticamente los pilares del bienestar, adelgazará los derechos, disminuirá la calidad democrática y bendecirá, en fin, un sistema de hierro donde los poderosos estén a salvo.

Casi todos los recortes tienen voluntad de permanencia. Me cuesta trabajo imaginar un tiempo en que el gobierno (sea cual sea) restituya cada uno de los recortes anunciados ayer por el presidente. No me creo que el adelgazamiento del subsidio de desempleo sea corregido; que el copago sea suspendido o que los sueldos de los funcionarios recuperen su suficiencia anterior. Al contrario, serán la base para futuras reducciones. Tampoco creo que las partidas económicas suprimidas regresen con el esplendor de los viejos tiempos, sobre todo aquellas de carácter asistencial o marcadamente sociales. Esas, como las golondrinas de Bécquer, no volverán.

Los denominados sacrificios son en realidad un despojamiento con vocación duradera. Nunca será igual. El sistema económico se regirá por órdenes y criterios diferentes y a los ciudadanos europeos no nos quedará más remedio que la resignación. Ayer Mariano Rajoy dio a entender que no existe libertad para escoger entre un camino y otro, que la única posibilidad es aceptar la claudicación y saquear los beneficios sociales en honor de los mercados, y los bancos y de utopías económicas como la reducción del déficit. No queda más remedio, vino a decir Rajoy, que traicionar la palabra dada, hacer trizas las promesas y negar los programas de gobierno vendidos en las campañas electorales para obtener la aprobación de los inversores; que no tiene sentido hablar de políticas nacionales cuando las exigencias generales las contradicen y que es inútil, por extensión, la voluntad democrática del voto porque por encima de la intención del elegido hay otro voluntad más severa y todopoderosa que funciona no en base al poder recibido de las urnas sino a una autoridad inmanente y suprema ante la que no cabe sino la sumisión.

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