HAY gente que se escandaliza con la indumentaria "revolucionaria" del parlamentario Sánchez Gordillo, sólo porque lleva un pañuelo palestino al cuello, pero me pregunto si la indumentaria del banquero Botín disfrazado de bogavante, tal como se acercó hace meses a saludar al Rey, después de jugar una partida de golf, es menos estrafalaria que la de Sánchez Gordillo. Si queremos ser imparciales, deberíamos decir que las dos formas de vestir son igual de ridículas.

De todos modos, la idea de que un parlamentario autonómico defienda el asalto a un supermercado -aunque sea con el noble propósito de dar de comer a las personas sin recursos- demuestra hasta qué punto vivimos instalados en el infantilismo y la irresponsabilidad. Por desgracia conocemos a demasiados políticos que juegan a ser a la vez dos cosas incompatibles: altos cargos con sustanciosos sueldos públicos, por ejemplo, pero también rebeldes que alientan a sus conciudadanos a la transgresión de ciertas leyes que no les gustan o a la insumisión fiscal. Y así llegamos a los políticos que en los años dorados se empeñaban en aprobar proyectos arquitectónicos costosísimos, ya que en el fondo se sentían unos genios románticos con derecho a dejar su huella en la historia del arte.

Se conoce que ejercer de bombero y de pirómano a la vez, cobrando por las dos cosas, es una arraigada tradición hispánica. Recuerdo, por ejemplo, a un magistrado emérito del Tribunal Supremo que en una entrevista se proclamaba "heterodoxo". "Nosotros, los heterodoxos", decía tan pancho el buen hombre, como si fuera un hippie que vivía en una cueva de las Alpujarras dedicado al yoga tántrico y al cultivo de berenjenas ecológicas, cuando el buen hombre era magistrado del Tribunal Supremo, ni más ni menos, es decir, un empleado público obligado a hacer cumplir la ley a todo el mundo, ya fueran ortodoxos o heterodoxos, registradores de la propiedad o cantantes de hip-hop.

Por eso no me creo nada la retórica rebelde de Sánchez Gordillo, que es diputado autonómico y cobra su sueldo en euros -aunque luego se los entregue a quien le dé la gana-, y que como representante público está obligado a aceptar las reglas del juego. Es cierto que en España hay miles de políticos y banqueros que han actuado de forma vergonzosa, pero eso no autoriza a nadie a saltarse la ley. La verdadera revolución en España, la más inalcanzable, la más utópica, no consiste en asaltar supermercados, sino en conseguir que todo el mundo cumpla la ley. Todo el mundo, repito: banqueros y sindicalistas, trabajadores y empresarios, registradores de la propiedad y cantantes de hip-hop. Todo el mundo cumpliendo la ley: eso sí que sería la verdadera utopía revolucionaria.

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