LA presidenta de la Junta de Andalucía se ha fijado unas tareas para el año que acaba de comenzar, de las que ha hecho partícipes a los consejeros socialistas de su gobierno y a los dirigentes provinciales del PSOE. Las más importantes y de mayor proyección e interés ciudadano son, lógicamente, las que se refieren a su gestión al frente del Gobierno autonómico. La más destacada es conseguir que el ritmo de crecimiento de la economía andaluza sea en estos doce meses superior a la media nacional y, en consecuencia, se redujese el diferencial del paro en la región. Es su gran obsesión, una vez tomada conciencia de que se trata del principal problema de la comunidad y, a la vez, del gran fracaso de la autonomía bajo el mandato de sus predecesores. Preocupada por las críticas a su falta de claridad sobre el prometido cambio del sistema productivo, Díaz se dispone a caminar en esa dirección, aunque tropieza con el hándicap de un Gobierno de bajo nivel -el que ella eligió- y en el que escasean las iniciativas. Ya ha apuntado a la recuperación del sector minero y un nuevo desarrollo del sector de la construcción, minimizando las cortapisas puestas por el ecologismo y los peligros de otra burbuja especulativa, respectivamente (la revisión de la legislación urbanística está al caer). Los objetivos partidistas de quien es también secretaria general del PSOE andaluz y referente del PSOE nacional se centran en lograr que su partido gane las elecciones europeas en el ámbito andaluz. Tampoco es un objetivo fácil. El Partido Popular ha ganado las tres últimas convocatorias electorales celebradas en Andalucía: las municipales de 2011, las generales del mismo año y las autonómicas de 2012, éstas de manera insuficiente para gobernar. Ella misma está gobernando sin pasar por las urnas. Su hipotética victoria en mayo aumentaría su peso, y el de la propia Andalucía, en la política nacional, y especialmente ante el problema nacional que más le preocupa: Cataluña.