Cuchillo sin filo

francisco Correal

Tercera

SU abuelo, el rey Alfonso XIII, murió en el exilio, igual que Azaña, Alcalá-Zamora o Martínez Barrio. Es lo que tienen en común Monarquía y República, hermanadas en el trágico destino de un país que se empeña en verlas siempre como realidades enfrentadas, cauces de la falacia de las dos Españas que se daban garrotazos en el cuadro de Goya que Savater llevó a la portada de su novela Caronte aguarda.

La sacralización de la República, ¿por qué le llaman amor cuando quieren decir recelo?, la conversión en un sucedáneo cursi de una monarquía sin reyes, un gazpacho laicista, darwinista y legitimista es la enfermedad de un país adolescente que se ha quedado anclado en los clichés de sus mayores. Igual que en el 23-F, ahora estos republicanos de pitiminí estaban expectantes ante la aparición del Rey por televisión. Ha sido el anuncio de su abdicación el chupinazo de estos sanfermines del bombero torero que quisieron convertir en el preludio de la Tercera, que suena a la fase del cortejo de las sevillanas que compuso el maestro Melado.

Mírala cara a cara que es la Tercera. La Tercera República era el estribillo de los que se encontraron con el aperitivo del 2 de junio. Más de uno estaría encantado con que el Monarca hubiera cogido como desterrado de lujo, polizón de alcurnia, el avión Juan Carlos I de Iberia en el que ese mismo día la selección española partió hacia Brasil con escala en los Estados Unidos, un país donde por cierto los republicanos son los más conservadores, los menos permeables a los avances sociales.

¿Cuántas primeras Repúblicas caben en los 39 años de reinado de Juan Carlos I? Salen un centenar de Salmerones y Castelares. ¿Cuántas Segundas Repúblicas? El lustro de luces y sombras con el que acabó Francisco Franco, el más antimonárquico de los militares que prepararon la sublevación en África. Nadie hasta ahora, con esa proliferación de insultos y dicterios activados por el comunicado de la Zarzuela, había humillado tanto a la institución que se pierde en la noche de los tiempos y que propició, por ejemplo, que podamos leer a García Márquez y a Cortázar sin necesidad de traductores.

Y a Alejo Carpentier, que retrató en El siglo de las luces, en las paradójicas entrañas de Victor Hughes, gobernador de Guadalupe, el liberticidio que acompaña a todo libertador iluminado, que llevó hasta el Caribe la guillotina para exportar la Revolución Francesa.

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