Thomas

El logro de la Transición se fundamentó en un conocimiento de la Guerra Civil, instigado por la historiografía foránea

Puede que don Pedro Sánchez se figure como un nuevo Napoleón, recién escapado de su exilio en Elba; pero uno, modestamente, le encuentra más parecido con Sigmund Freud, cuando llega por primera vez a Nueva York y le dice a su acompañante, frente a la embocadura del Hudson: "No saben que vengo a traerles la peste". Este carácter inquieto de don Pedro, junto con la voluntad, un punto donjuanesca, de triunfar sobre el PSOE o perecer todos en el empeño, coincide con la muerte de Hugh Thomas, y en consecuencia, coincide con una concepción de España contraria a la suya (de don Pedro). Quiere esto decir que cuanto hemos sabido por la obra de Thomas, que cuanto aprendimos de los historiadores anglosajones de los 60, contradice puntualmente a la España agreste, reaccionaria y cantonalista que últimamente propugna don Pedro.

En buena medida, el logro de la Transición se fundamentó en un conocimiento expreso de la Guerra Civil, instigado por la historiografía foránea. A Hugh Thomas, a Gabriel Jackson, a Edward Malefakis, a Herbert Southworth, a Raymond Carr, a Paul Preston, a Stanley Payne, etcétera, se le debe el descubrimiento de una realidad sepultada por el franquismo. Que este descubrimiento, que esta relectura de la Historia reciente del país, actuara como agente conciliador, mediados los 70, parece una hipótesis más que plausible. En sentido inverso, es la ignorancia de aquellos hechos, así como de cuanto sucedió en la Transición, la que ha propiciado la extravagante visión histórica que hoy agita a la juventud más lírica y desinformada. Una desinformación, por otra parte, que no alcanzamos a comprender, por cuanto la Guerra Civil ha sido uno de los conflictos más estudiados de la Historia, y desde hace varias décadas el lector tiene a su disposición una bibliografía, literalmente, inabarcable.

Con lo cual, uno puede entender que alguien ignore el nombre de los presidentes de la I República (aquel don Stanislau Figueras, de memorable ecuanimidad), así como el infortunado sino de don Amadeo I de Saboya. Que se ignore la abrupta ejecutoria de la II República, y su espantoso fin, parece menos disculpable. Si don Pedro Sánchez hubiese leído la Velada en Benicarló de don Manuel Azaña, quizá no sería tan plurinacional y entusiasta. Pero, claro, si don Pedro hubiera leído a Azaña (por ejemplo, su discurso sobre el Estatuto de Cataluña de mayo de 1932), quizá no fuese don Pedro.

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