CUANDO María de Hungría encargó a Tiziano las cuatro Furias para su palacio de Binche su objetivo era señalar a los príncipes protestantes derrotados por Carlos V, su hermano, en Mühlberg, o sea la Liga de Esmalcalda. Pero hay un precedente iconográfico sobre Ticio, apenas 16 años antes, un dibujo que Miguel Ángel Buonarroti regala a su amigo Tommaso de' Cavalieri y en el que lo que se revela con palpitación intacta es el dolor por el amor no correspondido. El castigo a Ticio es una tortura infinita que penaliza su deseo y su lujuria. María de Hungría, disfrutadora del arte y señalada por historiadores como una de las mayores inteligencias de los Habsburgo, acuña el enfoque político y las Furias, a las que el Museo del Prado dedica actualmente una exposición, surgen como motivo pictórico.

En el siglo posterior asumen diversos significados y se empapan del audaz enfoque barroco sobre la estética del horror. El Ticio de Tiziano (una réplica del original) presenta fuego y serpiente y águila en vez de buitre y se abalanza sobre el espectador, el de Goltzius mira hacia él, el de Ribera es de negrura, grito y manos sobrecogedoras, el horror es ya en el arte una emoción autónoma, el de Rubens y Snyders, que no es Ticio sino Prometeo, tiene las garras en la cara, y el de Salvator Rosa es gore. Pero en todos ellos hay un incremento de desgarro humano cuando son reducidos a la dimensión simbólica de Miguel Ángel, desalojados de la alegoría política o social, el hombre en la afrenta irreprimible del destino, su derrota y su soledad, espantado en la noche circular de la sangre, el desvelo que encadena y agota, el amor convertido en pesadilla, el deseo en pesadumbre, la pasión en silencio, el pensamiento infractor y secreto que agrieta la dicha y los momentos, el alarido en las latitudes del Tártaro, allí Sísifo con su piedra e Ixión en su rueda y Tántalo en su hambre, allí Ticio profanador y desnudo, quebrado en escorzos, arritmias y flexiones mientras el águila o el buitre (o hasta dos buitres, según Robert Graves a partir de sus fuentes: Apolodoro, Plutarco, Homero, Píndaro) labora en su vientre, en su cuerpo desnudo de músculos inútiles, ese picotazo que es también el martilleo del recuerdo, ese devorador desgaste que es un aguijón cotidiano, la mirada claudicante que proyecta en la hora del Hades un clamor, una renuncia y las edades inconcebibles de un mismo conflicto.

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