MIENTRAS en las redes se extendía el rumor de que en Sevilla se preparaba un atentado contra Obama en forma de puchero a las cuatro de la tarde, pringá incluida, en Dallas se desarrollaba un nuevo episodio de la guerra civil interminable que libran blancos y negros. Cinco agentes de etnia indoeuropea fallecieron en una balacera desatada tras la muerte de dos negros en sendos casos de abuso policial. La tragedia reabre viejos debates, el de la tortuosa relación racial años después de que los afroamericanos se desplazaran en masa desde los algodonales del Sur a los guetos urbanos y el del derecho ciudadano a portar armas de fuego. Un mulato ocupa la Presidencia de la nación, pero el negro sigue provocando rechazo por el tono de su piel y por su condición, real o imaginaria, de pobre, lo que lo somete a una doble discriminación y lo identifica como un ser potencialmente peligroso. Y, el western lo enseña, Estados Unidos es un país de pistoleros en el que la industria presiona y convence a parte de la población de que la mejor defensa consiste en ir municionado. Grave error: una herramienta diseñada para matar tiene voluntad y vida propia, nunca es inocente. La pistola busca el blanco, o el negro, como la daga busca la sangre. Sólo falta que la empuñe un tipo de cualquier color dispuesto a tomarse la justicia por su mano. O por su magnum.

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