LA trágica muerte de tres jóvenes aplastadas en una avalancha producida de madrugada en la macrofiesta convocada en un recinto municipal de Madrid obliga a reflexionar sobre las condiciones de seguridad que rodean a este tipo de concentraciones festivas juveniles. Lo cierto es que las fiestas multitudinarias se celebran con un desenfado explicable en sus protagonistas, pero injustificable en las empresas que las organizan ejerciendo una actividad legítima en el sector del ocio nocturno. Mientras la alcaldesa de Madrid ha asegurado que nunca más cederá recintos de propiedad municipal para estos eventos, el Gobierno vuelve a insistir en que procederá a arbitrar cambios legislativos que hagan imposible la repetición de las dantescas escenas originadas en el Madrid Arena y sus irreversibles consecuencias que llenan de dolor a varias familias y de miedo a muchas más. Pero lo cierto es que la legislación vigente ya contempla, en líneas generales, todos los requisitos precisos para que la fiesta se desarrolle con normalidad y bajo el signo único de la diversión juvenil. Lo que hace falta es cumplirla y asegurar que la cumplen los patrocinadores y organizadores. Está regulado que a esas fiestas multitudinarias no pueden asistir menores de edad, ni se puede beber alcohol, ni se deben vender más entradas de las que exige el aforo, ni se pueden introducir objetos o elementos peligrosos ni se han de vulnerar las exigencias de seguridad que requiere toda concentración masiva de jóvenes o de adultos. La investigación policial y judicial abierta habrá de determinar hasta qué punto se han eludido, como parece, algunas de estas condiciones o todas ellas. Más allá de esta delimitación de responsabilidades, inexcusable para las familias de las víctimas inocentes de la tragedia y ejemplarizante para el futuro de estas actividades, debe reflexionarse acerca de estos modos de vivir y divertirse de unas generaciones a las que la sociedad no ofrece otro horizonte vital y profesional acorde con sus necesidades.

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