Postrimerías

Ignacio F. / Garmendia

Transgresores

AUNQUE podrían citarse muchos antecedentes, fue la era de las vanguardias la que definió la voluntad de transgredir como la función primera del arte, convertida a ojos de los teóricos inconoclastas en el máximo indicador de autenticidad y en un fin en sí mismo. Acertaban los impugnadores de la Academia al rechazar lo que en los artistas oficiales había de complaciente y en ese sentido su lección permanece viva, pero pronto debieron enfrentarse a la paradoja del éxito, cuando los buenos burgueses que antes se escandalizaban por la audacia de los creadores empezaron a celebrar sus obras y los museos, que habían sido el símbolo de lo caduco, se transformaron en sus mejores aliados.

Los gustos cambian con los tiempos y lo que un día fue o pareció novedoso puede llegar a ser lo consabido. Es de hecho lo que suele ocurrir con todas las tendencias, también en materia de costumbres o hábitos morales. Quienes tienen las ideas muy claras le llaman a esto relativismo y afirman, con razón, que hay valores que no cambian, pero de ahí no se concluye que los suyos -todos, siempre- sean por fuerza los verdaderos. En todas las épocas y no sólo en el ámbito de las artes o las letras, sino también, por ejemplo, en la política o en la economía, hay discursos dominantes y otros, digamos alternativos, que difieren frontalmente o en parte de su contenido. Frente a lo que desearían los dogmáticos de cualquier signo, el cuestionamiento de la autoridad cumple un papel indudablemente benéfico, pero la necesaria tarea de denuncia pierde mucho de su poder disolvente cuando se presenta avalada por las mismas instituciones contra las que arremete, pues entonces lo que era agitación deviene en farsa.

Son transgresores, por otra parte, los que se salen de la norma o se enfrentan a ella, los que conmueven, inquietan, perturban o incomodan, pero de poco vale esa actitud combativa si no se proyecta también al terreno propio, donde la divergencia tiene un precio. Echar pestes del adversario lo hace cualquiera, lo arriesgado es disentir del compañero de filas. Sin una permanente capacidad de autocrítica, sin una renuncia expresa a imponer nuevos códigos que sancionen los comportamientos correctos y persigan las desviaciones, no hay labor de demolición que merezca la pena. Ya les ocurrió a muchos de los vanguardistas, que no por casualidad degeneraron en sectas. Cuando las infracciones se recogen en manuales donde se detallan los rumbos dignos de aplauso, pierden lo que puedan tener de subversivas.

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