Un día en la vida

manuel Barea /

Transparentes

CON esta fiebre por la transparencia que le ha subido a la mayoría hasta delirar, emperrados en revelarnos qué siente su nervio más profundo e informarnos de su último pensamiento -en muchos casos único; ¿no se han sentido demasiadas veces arrinconados por bocazas contándoles su vida como si fuera la de Marco Polo?-, ha aumentado el interés de la clase dirigente -y de los que quieren pertenecer a ella en el futuro- por convencernos de que están hechos a nuestra imagen y semejanza; de que, como nosotros, son rabiosamente humanos. Aunque quizá habría que decir premeditadamente humanos.

Asistimos así cada vez con más frecuencia y gracias a esa ventana que es la tele por la que entran en el hogar ráfagas de aire fresco y nubes de contaminación letal -y si se lo pierde busque en internet- a la representación del político como hombre o mujer normal: ya sea discutiendo con el adversario al calor de un café al más puro estilo castizo, o fotografiándose con los acólitos en torno a una cerveza o con el hijo ubicuo vaya a donde vaya, o echándose un cante en un programa dedicado a confirmar que la ridiculez humana no tiene límites, o tuiteándose desde su cocina con delantal y cucharón en mano ante unas albóndigas, o dándoselas de sincero en una entrevista en un sofá en el que ni Freud tumbaría al peor de sus pacientes, o emulando a Tony Manero al final de cada mitin, o con la carrerita en la mañana de la jornada de reflexión estrenando el último grito en moda deportiva...

¿Qué hay detrás de ese afán por exponerse como gente corriente? Es algo muy viejo. Y no es exclusivo de la democracia. Recuerden a los dictadores. Los servicios de propaganda enseñaban a un Franco ocioso cazando y pescando y haciendo carantoñas a sus nietos, y a Stalin mientras le llamaban "padrecito", más que nada por contrarrestar lo de Koba el Temible, haciendo suyo en los murales agitprop el "dejad que los niños se acerquen a mí" -con los adultos ya era otra cosa-, y Eva Braun se hinchó a filmar a su amante acariciando a su perra y a los hijos de Goebbels. Ya sabemos cómo acabaron todos, Blondi y los niños.

Y no se trata de comparar a nuestros políticos con semejante trío, por supuesto que no. Lo dicho es más que nada por recordar, como escribe Daniel Innerarity en La política en tiempos de indignación, que "exigimos la mayor transparencia y no nos preguntamos si estamos mirando donde hay que mirar o en los que nos dejan, de paso que nos convertimos en meros espectadores".

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios