Treinta y dos

Hace unos días, Ángel prestó sus manos a María. Hoy está en la comisaría de la calle Tetuán. Y yo no me atrevo a juzgar

Treinta y dos años de dolor, de mucho dolor. Es precisamente ahora cuando mi fe tiembla, tartamudea, se derrumba como un castillo de naipes. Al final, preferí callar. Guardar silencio, como tantas veces guarda nuestra sociedad, cuando no sabe qué hacer y la solución no reporta votos. Hoy es el día en que le preguntas si quiere esperar y ella te responde que no, que cuanto antes. Hoy es el día en que todo lo que está a su alrededor se precipita, el corazón dejó de latir y terminaste abandonando el piano y los lienzos de colores por una celda en la comisaría de Tetuán.

Sigo diciendo que es hoy cuando mi fe se retuerce, cuando mi conciencia no acierta a compensar lo más justo con lo más humano. Una cosa sí tuve clara: no seré yo el que juzgue el dolor de una persona. El dolor de quien se queda, el dolor de quien convivió treinta y dos años con el sufrimiento de lo que más amó en esta vida. El dolor de quien siente, ahora sí, que después del pentobarbital sódico viene la cuesta arriba, la soledad de sentirse abandonado, juzgado, humillado y condenado.

No acierto a decir lo que yo haría. Miro lo que más quiero, lo que siempre querré, y me siento incapaz de hacer nada que la separe de mí. Pero tampoco acierto a saber lo que haría si la viera sufrir durante treinta y dos años y ella me lo pidiera. Por eso sé que, en el fondo, no deja de ser eso: un acto de amor, un puro y simple acto de amor, del mayor amor que se puede tener a quien, durante treinta y dos años, ofreciste tu tiempo y tu vida, y hoy te pide que le ayudes a despedirse con una sonrisa.

Me sobran asociaciones, asambleas, discursos vacíos, palabras huecas, políticos en busca de réditos electorales. Me sobra todo, porque tampoco sé que proponer. Sólo se me ocurre pensar que cada caso es un mundo, un cúmulo de circunstancias. Por supuesto que mi Dios y el tuyo juzgará este acto de amor. No lo dudo. Lo que dudo es si lo condenará, si le pondrá pegas, si sentirá que por encima del amor siempre estuvo una rígida ley que la bautizaron como divina. No lo sé. Sólo sé que mi Dios, el que todos los días transmitimos a mis hijos, es bueno, es inmensamente bueno.

Aquí en cambio, en lo terreno, apenas si veo una mesa camilla donde todos nos sintamos humanos, donde todos hablemos, hablemos, simplemente hablemos; donde dejemos de juzgar, donde el silencio a veces crezca sin respuesta. Quizá sería suficiente algún organismo que evalúe cada caso y la necesidad humana de decidir. Sin limitaciones, sin imponer…solo mirando con amor, con inmenso amor a quien lo pide. Pero tampoco lo sé.

Hace pocos días, Ángel prestó sus manos a María, secretaria judicial, en el mayor acto de amor que nadie puede cometer. Hoy está en la comisaría de la calle Tetuán. Y yo no me atrevo a juzgar, porque él ya recibió la condena de su soledad, la de vivir con los recuerdos, los lienzos y el piano de María.

Para quien estuvo treinta y dos años abrigado a su dolor, nunca habrá mayor condena. Eso seguro.

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