Tribuna

Ana M. Carmona Contreras

Tribunal Constitucional: SOS

No es una novedad: el Tribunal Constitucional ocupa un lugar relevante en la actualidad informativa de nuestro país. De forma periódica, el que se define como "intérprete supremo de la Constitución", atrae sobre sí un protagonismo mediático teñido de aguda controversia política que lo sitúa en el centro del debate. El nuevo capítulo del culebrón existencial en el que se halla inmerso el TC nos ha ofrecido una inesperada e inédita vuelta de tuerca: las dimisiones presentadas por los tres magistrados cuyos mandatos concluyeron el pasado mes de noviembre. Éstos, ante la situación de impasse en el que se encuentra el proceso de nombramiento de sus sucesores por parte del Congreso de los diputados y sintiéndose, en palabras de uno de ellos, en una suerte de tribunal "secuestrado", deciden hacer efectiva su situación de cese en el cargo, poniendo fin a la prórroga de sus respectivos mandatos.

El presidente del TC, por su parte, haciendo uso de la potestad que le atribuye la ley, rechaza tales dimisiones, apelando a la responsabilidad institucional de las tareas que ha de cumplir dicho órgano. Los partidos políticos, espoleados ante el cariz de los acontecimientos, declaran solemnemente que van a "hacer sus deberes" y que, sin mayores dilaciones, se sentarán a negociar la renovación pendiente sin bloqueos ni vetos.

Hasta aquí el relato de los hechos. Desconocemos lo que nos depara el futuro inmediato y si, en efecto, quienes tienen la facultad para nombrar a los nuevos jueces constitucionales van a actuar según lo declarado. Mucho nos tememos que, superado el desconcierto inicial que las dimisiones no aceptadas han causado, el fervor regeneracionista se evapore y vuelva a emerger la proverbial ausencia de respeto que, en los últimos tiempos, profesa nuestra clase política hacia el Tribunal Constitucional. Pero, aun huyendo del pesimismo y admitiendo que esta vez los partidos asumirán con responsabilidad la tarea pendiente, lo cierto es que a nadie escapa la profunda crisis en la éste se halla inmerso.

Si bien es cierto que la característica predominante del control de constitucionalidad en España es la extraordinaria polémica política que habitualmente acompaña a su ejercicio, no lo es menos que ese rasgo endémico se ha acentuado hasta la exasperación en los últimos tiempos. Buena prueba de ello es la lectura en clave eminentemente política que han recibido las sentencias dictadas en los recursos presentados contra el Estatuto de Cataluña o en el caso de las candidaturas del Bildu en las recientes elecciones locales. En ambos casos, se nos ha presentado al TC como un órgano dominado por una intensa polarización ideológica, cuyos componentes adoptan sus decisiones en función de la fuerza política que los propuso para el cargo. De esta manera, se habla abiertamente de bloques/jueces progresistas y conservadores y, asimismo, de sentencias favorables al gobierno o a la oposición.

Causa determinante de tal situación es que la promoción a la condición de magistrado no dependería en todo caso de las exigencias de mérito y capacidad exigidos por la Constitución sino, antes bien, de la adhesión que éstos manifiesten a quienes los proponen. Sólo en esa dinámica de intensa fagotización política que aplican los partidos a la hora de seleccionar a los aspirantes a juez constitucional se entienden los vetos recíprocos que ciertos candidatos suscitan y que dan lugar a prolongados bloqueos que paralizan el proceso de renovación en los tiempos constitucionalmente requeridos. Y también en ese contexto del sobreentendido sometimiento político del magistrado a su promotor se explica la deslegitimación funcional que sufre la institución. Una cosa llevaría irremisiblemente a la otra.

En tan atribulado panorama, hay que recordar que el TC sólo se justifica como instancia que preserva el consenso político nuclear en el que se fundamenta el sistema democrático y del que es expresión directa la Constitución. Ahora bien, si la posición institucional atribuida es objeto de continua discusión, si la función que desarrolla se percibe como una grosera prolongación a escala jurisdiccional de las controversias partidistas, habrá que preguntarse qué sentido tiene mantenerlo. Pero, en tal caso, habrá que asumir lo que ello implica: ¿Queremos que la Constitución, que es de todos, quede al libre albedrío de la mayoría de turno, la de hoy y la de mañana? ¿Tan cortos de miras son nuestros políticos para pensar que ésta puede sobrevivir sin un árbitro al que se le reconozca la competencia para que se respete su contenido?

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