LA obsesión por la velocidad -o mejor dicho, la idolatría de la velocidad- es una de las mayores estupideces de nuestra época. Que los transportes públicos sean rápidos, seguros y puntuales es un propósito razonable de cualquier Estado. Pero que todas las cadenas de televisión -incluidas las públicas- compitan por programar carreras de coches y de motos, a todas horas y en cualquier momento, eso, lo siento, es un disparate. Ignoro a quién se le ocurrió la astuta idea de calificar de deporte a esas competiciones que no son más que un alarde de destreza mecánica y de ruido y fealdad. Si una carrera de Fórmula 1 es un deporte, también deberían serlo los concursos en que unos cuantos palurdos de Wisconsin compiten por ver quién se come más hamburguesas en menos tiempo. Porque hay que tener la cabeza muy hueca para creer que correr a doscientos por hora es una de las experiencias más placenteras y emocionantes de la vida. Y no me vengan con el cuento de que James Dean se estrelló conduciendo un Porsche. James Dean, por guapo que fuera, también tenía la cabeza hueca, como la tienen todos los que se creen invulnerables porque son jóvenes y famosos y están convencidos de que con eso basta para que no les pueda pasar nada malo (a ellos, claro está, porque los demás les importan un pimiento).

Sólo una sociedad infantilizada puede considerar que una carrera de coches es un acontecimiento deportivo. Pero vivimos en una sociedad así. Al mismo tiempo que admiramos a los pilotos de carreras, y los consideramos poco menos que héroes homéricos, dejamos que los médicos y los profesores reciban salarios miserables y sean tratados como títeres de cachiporra por parte de muchos de sus alumnos y pacientes. Y no nos importa que nuestra adoración por la velocidad tenga graves consecuencias para nosotros, porque las calles de nuestras ciudades -y casi todas nuestras carreteras- están llenas de cabezas huecas que juegan a hacer carreras de coches.

En Vigo, hace pocos días, un BMW que participaba en una carrera ilegal mató a un matrimonio que tuvo la mala suerte de cruzarse con él. El conductor ha sido detenido, pero estoy seguro de que se le aplicará una de estas benévolas eximentes psicológicas -qué sé yo, el Síndrome de James Dean, o el Trastorno del Coche Fantástico- que usan nuestros crédulos psicólogos (o más bien parapsicólogos) cuando han de asesorar a nuestros jueces. Una sociedad adulta daría un castigo adulto a estos corredores irresponsables. Pero nosotros, tan bobos, tan preocupados por buscar eximentes o justificantes de todo lo malo que hacemos, les diagnosticaremos cualquier patología mental con tal de quitarles toda la responsabilidad de lo que hicieron. Vamos bien.

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