Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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Viajes insignificantes

Los jubilados viajan sin cesar. Los de pensiones más altas, a Anatolia y, los de las más bajas, a ver la calle Larios iluminada

Las clases sociales siguen vigentes, al menos entre los jubilados. Los de la pensión máxima no paran y se embarcan en viajes a Pompeya o a Éfeso. Y una vez que están allí, se asombran ante las letrinas comunitarias de la antigua ciudad romana que acogió tantas veces a Pablo de Tasso; o montan en globo para ver Anatolia desde las alturas. Los de pensiones más humildes se contentan con bajar en autobús a la feria de agosto de Málaga a ver iluminada la calle Larios. Según me cuenta mi amigo Pánfilo, jubilado también, en su juventud y madurez se embarcó en viajes de envergadura. Me dice que fue dos veces a Grecia en una Guzzi 650, a París en una BMW 750; a Siena, a Bomarzo, a Roma. Varias veces ha hecho el Camino de Santiago, en moto, en bicicleta o andando, cuando no podía subir en la bici las cuestas gallegas. Le da mucho regomello recordar que los monjes de Sobrado lo echaron del monasterio porque lo cogió el prior en el claustro, embutido en un hábito de cisterciense que había robado de la sacristía, dando saltos como los que había visto dar en un anuncio de relojes, mientras que la comunidad y los peregrinos rezaban completas en la capilla. A la mañana siguiente, el cocinero le dio un queso de tetilla y unas manzanas y lo puso en la calle. Él se las da de disruptivo, aunque lo más antisistema que ha hecho fue meterse por dirección prohibida y aparcar a las puertas mismas de la Basílica de San Pedro. Ahora, el hombre ni imita a Ulises ni sueña con llegar a China por la ruta de la Seda ni siquiera en ir a comprar fruta a uno de los puestos callejeros de Manhattan. Se embarca en viajes insignificantes. Le ha puesto cestilla a su bicicleta plegable y con ella se adentra por la vega de su pueblo para disputar en verano a otros jubilados las patatas pequeñas que quedan en los surcos de las hazas después de que los tractores recolectaron las grandes. Siempre se le adelanta alguien. Aparca su bicicleta, mira intensamente al competidor, y recoge las que se le pasaron al madrugador. Todos los días se pone una misión insignificante, un viaje que él imagina prometeico y, que simplemente, le lleva a colarse en el médico o en el banco. Hace poco fue a visitar a un familiar en Paracuellos y se llegó al adosado de la Esteban. Presume de ello. Y de ver cómo despegan de Barajas aviones que ya nunca cogerá.

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