Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

Virgencita

¿Qué quiere dar a entender el alcalde de Cádiz? ¿Que a los pobres sí les conviene una superstición primaria?

Entonces, según el alcalde de Cádiz, una talla mariana que venga promovida por bases, digamos, populares, trabajadoras, jornaleras, con representatividad en los estratos menos favorecidos de la sociedad y bendecida por todo ese amplio espectro que busca su hueco bajo la clase media, sí es digna de recibir una distinción pública. En cambio, si quien decide colgar la medalla a otra Virgen (o a la misma, tanto da) es un ministro, un señorito, un miembro de las fuerzas armadas o un facha de libro, entonces no, lo que se produce es un atropello a la democracia. El mismo Pablo Iglesias ha dado por buenas estas explicaciones, así que ya sabemos a qué atenernos. Sin embargo, con todo lo que ha caído, y con la que está cayendo, a lo mejor resulta oportuno recordar que conceder un reconocimiento público (ya sea la Medalla de la Ciudad, de la Policía o de los Objetos Perdidos) a un símbolo religioso constituye, siempre, una pésima idea. Da lo mismo que hablemos de la Virgen de los Parados o del Cristo de los Ricachones Corruptos: lo público es de todos, pertenece a todos y es responsabilidad de todos; por tanto, conferir un cargo de honorabilidad pública a un emblema que representa sólo a unos pocos implica incurrir en una mezquindad que nadie se merece. Vender tan barato lo poco que tenemos es aún peor.

O ¿qué es exactamente lo que quiere dar a entender Kichi? ¿Que a los pobres, por ser pobres, sí les conviene cultivar una superstición primaria que les consuele de sus desdichas mientras que los apóstoles del neoliberalismo ya tienen bastante con sus yates y su personal de servicio? ¿Es esto? Es decir, ¿dejamos lo de la titularidad aconfesional del Estado para los que puedan pagárselo y convertimos a las Vírgenes en alcaldesas perpetuas a la salud de los beneficiarios de las pensiones no contributivas? ¿En qué siglo vive el alcalde de Cádiz? Por supuesto que las creencias religiosas merecen, como expresiones de lo humano, un lugar en el espacio público: para eso están las procesiones. Pero de ahí a darles una medalla hay un trecho, y ante tanto empeño en saltárselo hasta Montesquieu se habría echado a temblar. Si a Kichi le presentan diez millones de firmas para que le entregue el dichoso trofeo a tal Virgen, a lo mejor el ejercicio de la política consiste en decir que no. En ofrecer alternativas y modelos que inspiren en lugar de adocenar y pastorear. Pero qué alcalde renunciaría, ay, a la popularidad.

Lo más divertido de todo esto ha sido comprobar qué era eso del cambio. Igual para ser un radical hay que volver al siglo XVIII. Me temo que no hay más remedio.

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