Vivir deprisa

Vivir, se supone, es crecer bajo un sinfín de recuerdos donde ninguno tuvo intención de ser más importante que otro

La vida, que nos hace de otra pasta. Tanto coche a las siete de la mañana, tanto arbitrar conforme los niños disponen, tantas cosas que no fueron suficientes para llenar una vida. Vivir es más que andar cabeza gacha y manos anudadas a la espalda. Vivir, se supone, es crecer bajo un sinfín de recuerdos donde resumes que ninguno tuvo intención de ser más importante que otro.

Caminando por Granada aprecio lo que han cambiado sus calles, su transitar, su luz, su paisaje urbano. La mejoramos. Pero nadie la retornó más feliz. Le lavamos la cara, plantamos árboles, pusimos farolas… desapareció el color gris y adormecido. Railes del tranvía que sorteábamos para no caernos con la Vespino. El espumoso de la Carrera de la Virgen que nunca supe a qué sabía, pero que no se acababa de lo grande que era. La columna del Madrigal que me tapó el estreno de Jesús de Nazareth. La cabalgata de Reyes. Apenas caramelos. A pesar del color gris de mi ciudad, fui feliz.

Su recuerdo me ayuda a comprender aquel niño que echó a andar su historia sólo para alcanzar la talla de una guitarra remendada con cinta negra y un elefante pintado de azul. Nunca supe a qué le cantaba. Me emocionaba cogerla y sentir sonidos que pintaban colores, silencios, oraciones, frases que acompañaban una vida en construcción. Estuvieron todos: padres, siete hermanos, Santa Teresa, los campos, las cabañas en la Huerta de San Vicente... En la terraza de Arabial 108, cuando a las doce una trompeta sonaba Granada de Agustín Lara desde los Jardines Neptuno, templaba la voz con mi guitarra y sentí la vida de la misma manera que Lorca la diseñó en aquellos huertos. Compartí espacio, cabañas, acequias, patatas, maíz, melocotones del Carilla y tres cipreses que daban los buenos días a la casa de la huerta. Me sentí reconfortado.

Camino de los sesenta, es momento para, como Silvio, echar a andar. Retomar la guitarra del elefante ahora más alto que ella, ahora que mis dedos pueden resumir una vida en seis cuerdas. Sentir que todo tiene su aroma, su recuerdo, su sonrisa. Que ser mayor aporta motivos para sentir feliz que seguimos vivos. Y seguir escalando a lo más alto. Y pedalear al ritmo que puedas. No espera nada más allá de nuestras paredes, pero tampoco nacimos para creer que, en nuestro equipaje, sólo el reconocimiento mereció la pena. Nunca lo fue. Basta la luz del amanecer, el pájaro que vuela, el milagro del café y la sonrisa. Día a día. Buscarlo y cuidarlo. Mereció la pena vivir, pero más aún caminar sintiendo que ahora, a los casi sesenta, nos queda mucho por sentir y recorrer.

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