el as en la manga

Ángel Esteban

Woody Allen en París

ES un lugar común que las últimas películas de Woody Allen son algo mediocres. Es cierto: desde Match Point no ha habido una historia con madera de genio. Y, desde luego, lejanos quedan los tiempos de Annie Hall o Manhattan, dos obras maestras de la historia del cine mundial. El proceso de desgaste en los artistas suele ser el mismo: después de una etapa más o menos larga de madurez, las obras de senectud, muchas veces, sobran. García Márquez, José Saramago, Alfredo Bryce, Camilo José Cela, habrían sido mejores si se hubieran callado a tiempo. Pero siempre hay excepciones, como El hereje, de Miguel Delibes, o Midnight in Paris, la última película del maestro neoyorquino.

Mucho me habían hablado de lo más reciente de Allen aunque, acostumbrado a los elogios desmesurados de los fanáticos, mi escepticismo era casi radical a estas alturas de siglo. Sin embargo, después de ver Midnight in Paris, debo decir que es sin duda una de las tres o cuatro mejores del prolífico director y guionista. No hay un minuto de indecisión, de tono bajo, de tedio. Maestro de los diálogos irónicos, en esta ocasión los borda en labios de personajes históricos, reforzando la personalidad del artista "allenizado". Da igual que sea un Premio Nobel de Literatura que un pintor cuyos cuadros valgan hoy varios millones de euros. Dalí sigue siendo Dalí, pero es a la vez el humor de Allen. La recreación de los años veinte parisinos no es solo perfecta, sino que además exige la reflexión sobre preguntas fundamentales de la existencia, a partir de la hipótesis manriqueña: cualquier tiempo pasado fue mejor. No se trata de un drama de corte filosófico, sino de una comedia que tan pronto provoca hilaridad como invita al examen de conciencia. Pero eso no es todo: la intertextualidad literaria no se queda en los días de gloria de la vanguardia europea, sino que remite incluso hasta la Cenicienta, en este caso invertida. Y profundiza en una de sus obsesiones actuales: la frivolidad de las clases adineradas estadounidenses frente al poso de la cultura europea.

Por último, lo mejor de todo, aquello que hace de un director un mago: convierte a Owen Wilson en un actor como Dios manda, y lo aleja de los papeles burdos, bastos, de risa fácil y borderías continuas, de erotismo de barrio bajo y astracanadas pueriles.Reconozco que puse mala cara cuando lo vi al comienzo de la historia, siendo, además, el protagonista. Pero me convenció en cada escena. Ahora, ya casi es mi ídolo. Si yo viera todos los días una película así, sería el hombre más feliz del planeta.

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