Ser abuelos

Ayer un buen amigo, de los de café y consejo, me decía que los mejores hijos son los hijos de sus hijos

Ser abuelos. No lo sé. Nunca lo fui, y espero aún me queden más de dos ratos para serlo. No sé lo que sienten, como diría aquél, ni lo que padecen. Solo los veo. Cada vez en mayor número de la mano de sus nietos -no sé quién lleva a quién-, en la puerta de cualquier colegio, supliendo lo que a sus padres el trabajo les tiene vedado disfrutar. Llevando y trayendo, trayendo y llevando, como si el resto de su alma apenas les perteneciera, como si en el camino de la vida disfrutaran la última oportunidad de sentirse felices, como si en la recién iniciada cuenta atrás, entendieran que sólo por andar juntos este camino, vivir mereció la pena. En ocasiones se esquinan cuando recogen a sus nietos. Al principio creen que allí sobran, que la barredora del tiempo hace que tomó su matrícula. Apenas unos días para descubrirse como los más importantes y queridos de la fila.

Y ahí están ellos. Salen puntuales, con ganas de estrujar a sus abuelos, de comérselos a besos. Les dedican el mejor gol, la pirueta más bonita del baile, el tiro de tres, el más hermoso dibujo… Sus nietos. No entienden de barcos, ni de esquinas, ni tan siquiera de almanaques. Son sus abuelos y ellos rellenan el rincón más importante de su densa y ocupada historia. Siempre se miran a los ojos. Se necesitan ambos, son parte de sus almas. Ayer un buen amigo, de los de café y consejo, me decía que los mejores hijos son los hijos de sus hijos. Y razón, mucha, tiene.

Bien visto, es un agradable destino. En la esquina de la ilusión, en la de sentirse útiles y amados por sus pequeños, los abuelos remontan los años vividos, y en su balanza, concluyen que los actuales superan con creces la felicidad de los anteriores. Los dolores crónicos lo son, pero cuando sus nietos están, lo son menos. Es su auténtica fortaleza. Llegan donde los padres no sabemos o llegar y descubren en nuestros hijos lo que no tuvimos paciencia para entender. Desde la irresponsabilidad, por supuesto. Hace tiempo dejaron de ser responsables de ninguna educación. Desde la inexigencia. Faltaría más. Pero desde el cariño, desde su importancia social en la tarea de llevar de la mano en sus primeros quebrantos a los que inauguran una apasionante vida.

Esa y no otra fue y será su mayor riqueza. Transmitir valores, generar consejos, disparar creencias que marcarán, de qué forma, lo que serán nuestros hijos. Ser abuelo en toda la extensión de la palabra. Para escuchar, pero no solucionar. Para ayudar, pero no suplir. Para acompañar y trazar puentes de serenidad y cordura, de estabilidad familiar, de precaución y sabiduría, de afecto incondicional a unos hijos que un día trastocaron su vida, y aún hoy lo siguen haciendo. Y estos, sus nietos, son parte de aquéllos.

Hace dos días que iniciamos el curso. Allí estaban. Nada los mueve. Nadie les quita su sitio. Nadie les aparta del lugar que, 2019, los hace permanentemente insustituibles en la absoluta generosidad y paciencia con que desempeñan el resto de su vida. Decía Joy Hargrave que uno de los apretones de mano más poderosos del mundo es el de la mano de un nieto recién nacido sobre el dedo y la sonrisa de su abuelo.

Mañana será un nuevo día. Amanecerá, con paciencia despertaré a mis hijos y los conduciré, como todos los días que mi trabajo lo permite, hasta el cole. Mañana miraré a los abuelos a los ojos, disfrutaré de la complicidad con sus nietos, del último adiós lejano en la puerta, de su eterna compañía hasta donde sus cansados ojos le dejan ver.

Y me sentiré orgulloso de llegar un día, ya mas cercano que lejano, a ser como ellos.

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