La arruga fue siempre bella

19 de enero 2024 - 00:00

Hay quien afirma que la madurez es simple y llanamente el paso del tiempo. Hay quien afirma que la madurez es un viaje hacia lo desconocido, hacia el olvido, hacia lo imposible de recuperar. Quizá hoy que me acerco de lleno a ella (a la vejez viruelas…), quizá hoy me encuentro más dispuesto que nunca en negar lo que nunca tuvo que convertirse en evidencia. Y es que, en el vasto lienzo de la existencia, la madurez se revela como un delicado tapiz tejido con hilos de experiencia y aprendizaje, un viaje tumultuoso marcado por las estaciones cambiantes de la vida donde juventud cede espacio a una serenidad sabia.

La madurez no es el paso del tiempo. Es la capacidad de absorber lecciones de vida, de convertir cada experiencia en un peldaño ascendente hacia la cima de la sabiduría. Cada arruga en el rostro cuenta una historia. Cada cicatriz en el corazón lleva consigo la carga de un pasado. Cada cana representa un testimonio de la resistencia frente a las tormentas de la vida. Es verdad que en ese viaje, el temor a sentirse abandonado surge como compañero de ruta inevitable. Abandonamos ilusiones de juventud, dejamos atrás expectativas poco realistas y nos desprendemos de relaciones que ocupaban tiempo y vida a pesar de su intranscendencia. A medida que maduramos, aprendemos a soltar lo que no nos sirve, a liberar ataduras que impiden nuestro crecimiento.

Pero, a medida que abandonamos, también nos enfrentamos al olvido. El olvido no es sólo el acto de perder recuerdos, sino el proceso de dejar atrás lo que alguna vez fue vital. Amores pasados, amistades que se desvanecen, momentos de felicidad que ya no están. Y quizá es en ese momento donde más importa percibir ese olvido no como pérdida, sino como transformación hacia nuevas experiencias. Esa es la verdadera madurez. La que nos enseña a no aferrarnos al pasado, sino a abrazar: nuevas historias, nuevos hilos en el tapiz de nuestras vidas. No se trata de despreciar lo que fue. Más bien, reconocer que la vida es un flujo constante, y nuestro destino siempre será avanzar hacia lo desconocido en un acto permanente de sabiduría, el más preciado tesoro que deposita la madurez en el ser humano.

El tesoro más preciado de la madurez. La joya de la corona en el tránsito hacia la madurez se forja entre la experiencia y la reflexión. No es conocimiento acumulado, sino capacidad de discernir, de ver más allá de la apariencia, de encontrar significado a la ausencia de sentido. La sabiduría enseña a ser pacientes, a apreciar la belleza en la diversidad, a cuestionar nuestras propias creencias, a estar abiertos a la posibilidad de estar equivocados. La madurez no es un destino final, sino un camino interminable donde cada arruga es un recuerdo tallado por los años, cada cana es una nota en la melodía más en el legado de toda una vida vivida con autenticidad, y enriquecida por el arte de madurar.

Como dice la película: “La vida a veces duele, a veces cansa, a veces hiere. No es perfecta, no es coherente, no es eterna; pero, aun así, la vida siempre será bella” (La vida es bella).

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