Quousque tamdem

Luis Chacón

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El arte del insulto

Las palabras son armas romas que ni pinchan ni cortan. El insulto, como el halago, está en el tono

Si Quevedo viviera sería el pimpampum de los censores biempensantes. Aunque a él iba a darle igual. Un tipo capaz de echarse una apuesta para llamar coja a la reina delante del rey no iba a cortarse porque a la nueva secta de los millennials inmaculados y superferolíticos les molestaran algunas palabrillas con las que zahería a su cordial enemigo, el no menos sarcástico don Luis de Góngora. Aquel que le dedicó una letrilla según la cual «hoy hacen amistad nueva, / más por Baco que por Febo, / don Francisco de Quebebo / y Félix Lope de Beba».

Ni el lenguaje ni las ideas delinquen. Las palabras son armas romas que ni pinchan ni cortan. El insulto, como el halago, está en el tono. Hay palabras malsonantes que se toman como un cumplido en según qué momento de la vida se nos dirigen. La polisemia del español es tal que hay un buen puñado de términos capaces de denotar admiración o insulto, sólo por el tono del hablante. Si el chiquillo del segundo es una prenda de niño y el del cuarto está hecho un prenda, lo más probable es que el primero apunte maneras de Magistrado de lo Penal y el segundo de visitante asiduo de quien fuera su vecino.

La ironía o el sarcasmo se adornan con un gesto o un giro de entonación. Y no hace falta explicarlo. Para acusar o despreciar a quien nos plazca no se requiere más que ingenio. Y como muestra, un botón. Del judío converso Antón Montoro: «Noble Reina de Castilla, / pimpollo de noble vid; / esconded vuestra vajilla / de Juan de Valladolid».

Quien se despachó a gusto con los cortesanos de Felipe IV -sepa la nueva muchachada que entre poner el palito antes o después de la uve hay como cuatrocientos años de diferencia- fue el señor conde de Villamediana al dedicarles estos versillos: «Vuelvo a Madrid y no conozco El Prado. Y no lo desconozco por olvido, / sino porque me consta que es pisado / por muchos que debiera ser pacido». Villamediana era un genio de la ofensa inteligente que nunca recurrió al improperio. Y si no, que se lo digan a un tal Vergel, alguacil de la Corte, a quien le hizo un traje en cuatro versos: «¡Qué galán entró Vergel / con cintillo de diamantes! / Diamantes que fueron antes / de amantes de su mujer». Altivo, cornudo y consentidor. No creo que haga falta decir que Góngora llamó borrachos a Lope y a Quevedo, que a Juan de Valladolid le tacharon de ladrón y a la corte madrileña de apesebrada o pancista, cuando no de algo peor. Pues eso.

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