Sobre beber

No cabe la apología irresponsable, pero tanto o más incómoda resulta la condena ejemplarizante

En virtud del mismo prejuicio plebeyo que nos lleva a desconfiar de los gourmets o a beber cerveza en dosis inmoderadas, antes que sorbos de caldos exquisitos, observamos con cierto recelo a esos árbitros de la elegancia que posan de enólogos a la hora de elegir o de trasegar las botellas de una mesa, siendo entre nosotros la de sentarse para tomar el aperitivo una costumbre -aunque cada vez más extendida, como demuestra la progresiva y lamentable desaparición de las barras- de por sí sospechosa, hasta hace poco limitada a los forasteros. Los entusiastas del vino suelen usar de un lenguaje tan redicho y cargante como el de las prescripciones médicas o la crítica literaria, pero bienvenidos sean a la hora de hacer causa común frente al higienismo desaforado de los guardianes de la salud, empeñados en hacer del mundo un lugar desagradable e inhóspito. Cuando el otro Gobierno "de progreso" hubo una ministra, fiel al espíritu de sus precursoras del Ejército de Salvación, que pretendía instaurar la alucinante figura del bebedor pasivo, gran hallazgo que no se impuso, por fortuna, quizá porque habría dado pie a toda una disparatada serie de categorías similares, como en parte lo es -en relación con los pecados heredados de nuestros abuelos- la que podríamos llamar del culpable pasivo. Sobre beber, como decía el ingenioso título castellano -Everyday's Drinking en el inglés original- de las memorias etílicas de Kingsley Amis, que más que un bebedor era un borrachuzo compulsivo, no cabe la apología irresponsable, pero tanto o más incómoda resulta la condena ejemplarizante. En la línea de la llamada ficción antialcohólica, muy popular entre las señoras que se reunían a las puertas de los saloons para increpar a los aficionados al vaso, el poeta Walt Whitman, tan admirable por otros conceptos, dedicó una novela primeriza e infame -el propio autor, avergonzado, la repudiaría en vida- a defender el abolicionismo. Más cautos, sus herederos en este poco prestigioso campo se limitan a recomendar la mera ingesta de agua en las comidas, un hábito ciertamente respetable siempre que no derive en conminación indirecta. A los hiperactivos vigilantes de las buenas costumbres, cada vez más interesados en nuestro bienestar, se les podría recomendar el delicioso breviario de Béla Hamvas, disidente de la Hungría soviética y defensor de la "vida iluminada", cuya Filosofía del vino celebra los dones de la ebriedad, bien conocidos por los antiguos, reprueba la "enfermedad de la vida abstracta" -típica de los puritanos- e impugna a los integristas que en todo tiempo han combatido el placer, la embriaguez o aun la mera expresión de la alegría.

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