Extraña el cinismo con el que los hombres acostumbran a repudiar aquello que necesitan. De la mentira se han escrito frases tremendas, reprobándola como algo horrendo. Fama injusta, creo, al menos si consideramos los aspectos de la misma que exceden de la moral. Justamente en ese ámbito extramoral, descubrimos su formidable poder creativo y transformador. El símbolo, por ejemplo, raíz del lenguaje y elemento básico del pensamiento abstracto, es, en esencia, una mentira; pero una mentira aceptada y perpetuada en la que todos nos ponemos de acuerdo. Esa habilidad nuestra de nombrar las cosas, de otorgarles una palabra inventada que sustituya a su propia realidad, cimenta la comunicación y franquea la aprehensión de nociones inmateriales (belleza, amistad, justicia, futuro) de otro modo inasequibles.

La mentira, además, modela la ficción y la convención, dos componentes indispensables para el nacimiento y desarrollo del arte y de la ciencia. Picasso señalaba que el arte es una mentira que nos facilita el hallazgo de la verdad. Algo parecido ocurre con la ciencia: ésta asume hipótesis cuya veracidad es ab initio incomprobable y empieza a investigar a partir de ellas. El resultado, como señala Gustavo Schwartz, no es poca cosa: el conocimiento científico, "una de las grandes catedrales que el hombre ha logrado edificar sobre las arenas movedizas de la mentira en la cual estamos condenados a vivir".

Pero su función no se detiene ahí: si se fijan, es casi una necesidad biológica que asumimos en aras de comprender el mundo, de asegurarnos la subsistencia y de hacer nuestro tránsito un poco más llevadero.

Decimos buscar la verdad. Aunque, intuida su insoportable pureza, andamos siempre mendigando mentiras verosímiles. Miente el médico y así hace piadoso su oficio. También el poeta, que colorea el gris temoso de un universo disonante. Miente el enamorado fingiendo eterna la dulzura de un instante. O el maestro, difuminando certezas en almas párvulas e indomadas. Nos mentimos todos, en fin, para acallar el grito de la desesperanza. Ya sabe querernos, reconocía Benavente, el que sabe engañarnos; ya es gracia inestimable la limosna de una ilusión.

Así, más allá de condenas hipócritas, hay en la mentira un punto de bondad, de sustancia primigenia que terminará conformando verdades, de auxilio y consuelo sin los que no serían posibles ni el diálogo, ni la cultura, ni el progreso, ni el sosiego, ni la vida.

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