Relatos de verano

Carmen Camacho

Un buen final

Carmen Camacho es poeta y escritora. Acaba de publicar 'Fuegos de palabras' (Fundación José Manuel Lara), un recorrido por el aforismo poético español de los siglos XX y XXI. 'Zona Franca', 'Campo de fuerza' y 'Vuelo doméstico' son sus libros más recientes de poesía, aforismos y microrrelatos. Cada martes publica una columna de opinión en los periódicos del Grupo Joly. A lo largo de esta semana, Camacho nos entrega siete relatos en los que se dan cita algunas constantes de su obra, como la tensión entre lo atávico y lo posmoderno, el onirismo, la memoria y la crítica social

Dibujo de Rosell.

Dibujo de Rosell.

Ha muerto, hija. A mediodía, cuando no hay sombra en la calle. La Trini y Dolores estaban con él". Colgué el teléfono, cerré el ordenador y el documento de Word en blanco. Mi jefe en el periódico me había encargado un relato "con un buen final" (así lo dijo, expresamente), al que ni siquiera había logrado darle un mal principio. El paisaje que, veloz, pasaba al otro lado del cristal, de pronto me pareció hermoso. Pegué la nariz a la ventanilla, y me puse a llorar. No me embargaba el dolor, sino algo así como una pena en calma. Lloré quizás, protocolariamente, lloré como Dios manda, lloré como quien quiere estar a la altura. El pasajero del asiento de al lado me abrazó. Es la única vez que me ha abrazado un desconocido. Todo era real y raro. D.E.P. Victoriano Carriazo Ortiz. Tu mujer y tus sobrinas no te olvidan.

"Wahid, ithnan, thalatha, arba'a…", contaba el tío Victoriano en árabe, con los dedos, los ojos verde-inteligencia abiertos como platos. O me recitaba La muerte de Manolete: "A la plaza ya salió/ él y los demás toreros,/ cuando le abrieron la puerta/ a aquel toro traicionero", o cuartetas picantes que él mismo inventaba y que yo repetía como un mico para espanto de mi madre. O cantábamos a coro la que me enseñó: "Frère Jacques, domez-vous?, domez-vous?". Ningún tío como el mío, andaluz de guayabera con acento franchute, buchón y fascinante, que cada verano llegaba desde Marsella. Muchos eran sus prodigios: su bigote hipnótico, retorcido hacia arriba, untado en aceite de dátil, que movía como un tahúr; el reloj de bolsillo; una estampa de una señora en cueros que escondía en el envés de la corbata; un babero grande como un mantel, proporcional a su hechura y la comanda. Y lo más extravagante: seguía enamorado de La Trini hasta las cachas. A su edad.

"Ningún tío como el mío, un andaluz de guayabera y ala ancha con acento franchute, buchón y fascinante, que cada verano llegaba a mi infancia desde Marsella"

Aquel fue el último velatorio que se hizo en la casa. (Los tanatorios, esos despropósitos de mármol negro y aluminio, han trocado el duelo en asepsia. Sus pompas fúnebres son de lejía). Cada vecino tomaba una silla de tijera del montón apilado contra el zócalo, y se sentaban en el patio y en los cuartos, por corros, a abanicarse, a suspirar frases hechas, a comerse un dulce, a cerrar un trato. A arrebatarle, entre todos, algo a la muerte. Desde el ataúd, de cuerpo presente, el tío Victoriano pareciera que iba a entrar en la conversación de un momento a otro. El aire estaba quieto, nosotras las sobrinas y sobrinas nietas sosegadas. No sé quién empezó. Quizá aquel hombrecillo que recordaba con otros cuando, de mozos, se arremolinaban a la salida de la cantera para ver a Victoriano manejar los machos. Más que de un mulero, pareciera que hablaran del divino Héctor. Comenzaron en los grupos a relatarse hazañas y fechorías del difunto: "Corrió las amonestaciones siete veces, siete de siete novias", decía una. "Hasta que casó con La Trini", respondía la otra; "Dios no le dio hijos", hablaba otro, "Pero el demonio le dio sobrinas", dijo -que le oí- un tiíllo malasombra. Como en La leyenda del indomable, una vez se apostó comerse una arroba de sardinas. Y se la comió. Las historias corrieron por los cuartos hasta llegar a la capilla ardiente instalada en el dormitorio. Nosotras nos sabíamos los mejores, relatos íntimos vedados al resto, momentos únicos, frases geniales. Cerramos la puerta un rato -"la viuda se encuentra indispuesta", mentimos- para poder llorar de risa y reír de pena, para despedir al tío sin melindres y honrar su calavera.

"Un buen final", dijo Dolores. "Murió como vivió", dijo La Trini. Entrada ya la madrugada, su mujer y su sobrina primogénita me confiaron el momento de la muerte del tío. Habló La Trini como en versículos:

"Viendo mi Vito que llegaba su hora mandó llamar a la Loles. 'Mujeres de mi corazón -nos dijo-, bien sabéis que me ya me muero. Quisiera, si no os da fatiga, sentir el mundo por última vez junto a vosotras". "Entonces nos confesó -siguió Dolores- que él sabía desde hace meses que le quedaba poco. Cuando se lo dijeron los médicos de Francia, arreó pal pueblo. Quería vernos". "Su muerte es lo único que me ocultó en la vida", sollozó La Trini. "Loles, échame al suelo', me pidió. Me quedé de un aire. '¿Que te tire al suelo, chacho? ¿Y quién te levanta luego? -le dije-, ¿tú sabes lo que pesa un muerto?'. Eso último se me escapó". "A eso se referiría con lo de sentir el mundo -aclaró La Trini-. Le cogí enseguida la idea. Lo sentamos aquí en la cama, y le planté los pies en el suelo, como a los devotos del Carmen. Sentado, agarrado a las dos, se nos iba. Entonces dijo, 'Charladme'. Y nosotras les dijimos las cosas". "Ay, mi chacho, qué te quiero', decía la Loles". "Amor, amor, amor…', La Trini no sabía decir otra cosa. Le dimos más de 500 besos". "Y yo, 'ay, mi chacho'"; "Y yo, 'amor, amor…'. Hasta que nuestras voces comenzaron a sonarle al otro lado".

El aire rodea la fuente del patio, se mete por detrás de las pilistras, estremece la cortina, se remansa en mis dedos que teclean. La casa está sola, Dolores en la suya, La Trini en Francia. Por fin doy fin al encargo del periódico. El jefe me había pedido "un buen final". No conozco otro mejor.

(En homenaje a la vida y el amor de mis tíos Victoriano Camacho y Trinidad Collado)

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