La bufanda de mi novia

Podía haber elegido ser del Real Madrid y constatar que no todo en la vida es sufrimiento

Si un aficionado entra en el túnel de los recuerdos de su vida, seguro que llega al momento en que eligió a un equipo de fútbol al que seguir. Está claro que si naces en Granada tienes muchas posibilidades de ser del Granada CF y si naces en la ciudad de la Giralda serás sin duda del Betis o del Sevilla. Pero los que nacimos en tierra donde no había equipo de Primera del que ser aficionado, cualquier circunstancia personal podía inclinarte hacia los colores de una camiseta o de otra. Yo soy del Atlético de Madrid porque con mi carnet de estudiante de Periodismo podía entrar gratis al Vicente Calderón, pues así lo institucionó el presidente que dio nombre al estadio. No a todos los partidos, sino a aquellos en los que se suponía iban a quedar asientos vacíos. Así que allí estaba yo muchos domingos con mi amigo Moncho viendo desde las gradas más altas del estadio a Ufarte, Adelardo o Gárate dispuestos a hacernos sufrir. Podía haber elegido ser del Real Madrid y constatar que no todo en la vida es sufrimiento, pero si había que pasarlas canutas en cada partido, en cada encuentro, allá estaba yo para experimentarlo. Hay una anécdota de aquella época en la que un hincha no paraba de gritar en el Calderón para quejarse del tedio y el descontento con el equipo. Entonces un veterano de la grada, de aquellos que ya habían tenido que ir varias veces al cardiólogo por culpa de las taquicardias que le provocaba su Atleti, le corrigió diciéndole: "Oiga, a disfrutar se va a Chamartín. Aquí se viene a otra cosa". Me hice tan del Atlético que el primer regalo que le hice a la chica que después se convertiría en mi novia fue una bufanda del Atlético, tal vez con el secreto mensaje de que si llegábamos a casarnos no todo en la vida iba a ser un lecho de rosas. El domingo pasado el Atleti ganó la liga y, como siempre, el equipo hizo que los colchoneros, los indios, tuviéramos puestos los dodotis hasta el pitido final. El sentimiento atlético, esa redención estética de la derrota, esta vez ha aparcado su designio y nos ha permitido la alegría de ser campeones. Vi el partido con mi amigo Manolo Comino, más atlético que yo. Cuando terminó, aún con el tembleque en las manos, brindamos con un buen güisqui. "Bebe despacio y saborea, que sepa Dios cuando volveremos a ganar una liga", me dijo mi amigo. ¡Atleeeeeeeti!

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