Tiempos modernos

Bernardo Díaz Nosty

La bula de don Silvio

DESDE el primer peldaño de la ilustración se advierte ya su vulgaridad. Berlusconi es el destilado terminal de una opinión pública que él fue envenenando con la dieta de la estupidez, la misma que importamos en España de la mano de un grupo de italianos en puestos clave de las televisiones. No se olvide que el propio Cavaliere es el dueño de una de nuestras grandes cadenas.

El golpista mediático, acorralado por las informaciones que sus altavoces públicos y privados no recogen, habla ahora de "ataque de la prensa" a su persona y a Italia, en ese binomio romántico que une a los capos con el terruño. Berlusconi, zafado de la justicia -también de la española- gracias a las ventajas espléndidas de su posición de dominio, apedrea los focos que alumbran a los taquígrafos. El trabajo de los periodistas -decía Kapuscinski- no consiste en pisar las cucarachas, sino en prender la luz para que la gente vea cómo corren a ocultarse.

La realidad italiana nos sitúa ante varias cuestiones. Las urnas no bastan en democracia si el Ejecutivo deslegitima la soberanía recibida hasta el extremo de anular o controlar el resto de los poderes del Estado. La Europa que proclama la gran convergencia de las naciones, a veces en aspectos nimios, mira para otra parte ante una metástasis tan clara de la democracia. En una fase histórica de crisis global, cuando son más necesarios los gestos de cambio en los valores de la ética política, el cinismo en la escena de las grandes naciones, que rescata a Berlusconi del naufragio, contrasta con el malestar y la denuncia de la opinión pública mundial.

Berlusconi deshace "las calumnias" de los pocos medios que no controla, exhibiendo el músculo de su mayoría en la opinión pública, a la que nutre con la desinformación y el abuso de confianza. Aquí, un campanillazo, de los que con tanta frecuencia suenan en España, podría orientar la deriva de un pueblo central en el ADN de la Iglesia Católica.

La hasta ahora callada jerarquía sigue el patrón de lo que, en la diplomacia eclesial, se describe como proverbial prudencia, pero no ignora las debilidades del notable creyente, aún no marcado como oveja descarriada. Las campanas del Vaticano permanecen mudas, mientras Berlusconi pide un nuevo encuentro reparador con el Papa. Los pecados de don Silvio, con ser muchos y algunos públicos, se resuelven en los confesionarios de lujo. Nadie espera que vaya a producirse una guerra entre L'Osservatore Romano y las divisiones acorazadas de Mediaset y la RAI.

Una paradoja final. Con la décima parte del expediente atribuido al Papi, padre e padrone, un presidente de gobierno sin bula ni santas indulgencias habría sido crucificado a manos de los guerrilleros de la moral echados a la calle.

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