Pensándolo mejor

Miguel Hagerty

Una caña y un boli

NO les quepa la más mínima duda de que España sin servilletas no sería ni una sombra de lo que es. No me refiero a las servilletas de tela en algunos restaurantes, ni siquiera las de papel decoradas con temas varios -frutitas, animalitos, de fantasía e incluso de bicicletas y payasos- que ya se encuentran en la mayoría de los hogares. Estoy hablando de las diminutas servilletas de papel que se encuentran en cualquier bar de la geografía nacional y que suelen llevar frases como "lo mejor, nuestra clientela" o un simple "gracias por su visita".

Estos papelitos, aparentemente insignificantes, tienen algo en común. Si les das la vuelta, encuentras el sueño, y pesadilla, de cualquier escritor: un papel en blanco. Además de atender las necesidades estéticas de la comisura de la boca mediante una limpieza ad hoc de los restos de un pinchito de chorizo al infierno, una anchoílla o un simple trocito de tortilla, la servilleta, sólo por su presencia, nos invita a recordar una frase, un juego de palabras, una idea genial, una metáfora, un esquema o el título de ese libro que nunca escribirás.

También es verdad que aprovechamos la servilleta para otros propósitos, sobre todo para una especie de suplemento de la agenda que, indefectiblemente, hemos dejado en casa. ¿Cuántas direcciones, cuántos teléfonos se han perdido para siempre por culpa de la falsa propuesta servilletera de "pasarlo a limpio" en cuanto lleguemos a casa? Ni los móviles pueden competir con las servilletas.

Los encuentros servilleteros son típicos de estas fechas. Suelen ocurrir, sobre todo, a la hora del vermut navideño, propicia para encontrarnos con amistades y conocidos de antaño que, extrañamente, sólo vemos por las calles en diciembre a pesar de vivir a cien metros.

Es este el aspecto más vulgar de la servilleta; vulgar por lo conscientemente efímero de su empleo, pues rara vez existe la voluntad de guardar aquel teléfono que acabará, seguramente, escoltado por una mijilla de la tapita de salmorejo que nos quedó en el labio inferior antes de tirarla al suelo. O a la papelera, puesto que somos cada día más europeos.

Sin embargo, el destino literario de la servilleta sólo es comparable a las ocurrencias que tenemos en los sueños, con la diferencia de que, tras el sueño, no entendemos nada de lo soñado, mientras que en la servilleta tenemos la constancia física de una inspiración callejera, promesa de convertirse en un poema de amor o un grueso libro de Historia.

Sin duda, una parte importante de nuestra literatura empezó a redactarse en servilletas. "¿Qué será?". Una caña y un boli, por favor.

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