Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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Ni la 'o' con un canuto

Hay sociólogos de la Literatura que piensan que para ser un escritor genial tiene uno que haber sufrido lo indecible.

Quizá ahora, con la pandemia, rompa a escribir genialmente. Nunca me encontré antes en las situaciones de riesgo o de desgracia que cierta sociología de la Literatura considera imprescindibles para ser un buen escritor. Ni soy judío, como el autor de La Celestina (aunque al ser mi padre de la calle Elvira y mi madre del Realejo de Granada, no es seguro). Ni manco ni homosexual como Cervantes (si bien en el internado trabé alguna amistad peligrosa), tampoco cojo, como Quevedo, ni me tuvieron, como a San Juan de la Cruz, viviendo 6 meses en una letrina, alimentado por algún arenque suelto. Ni siquiera víctima del mal sagrado, como Santa Teresa o San Ignacio de Loyola, escritores ambos, que, sin tener que recurrir a hierbas o ensalmos, dejaron una obra perdurable y disfrutaron de clamorosos éxtasis místicos. El doctor Carreras, un excelente oculista, alentó mi esperanza de ser un genio cuando fui a verlo por unas lucecitas que percibía mirando el cielo en los días claros, y diagnosticó que era un indicio inofensivo de que mi cerebro trabajaba a más velocidad que el del común. Más tarde, en la consulta del psiquiatra Castilla del Pino, dejé toda esperanza de llegar a ser un escritor imprescindible. Después de estudiar mi encefalograma, concluyó que no era epiléptico, como Teresa o Ignacio; pero sí, un neurótico indiscutible. Al verme sonreír aliviado, Castilla frenó mi euforia: "Pensará -me dijo- que lo suyo no es preocupante, quizá para usted no, pero sí para su familia y amigos a los que va a dar el coñazo toda la vida". Como ahora sí sufro tanto, o más, que los escritores citados, podría atreverme a escribir la cuarta parte de El Quijote. Ayer en las Comendadoras de Santiago, tuve como una revelación de mi nuevo estado sufriente y numinoso. Nunca antes, pese a que llevo años comprándoles los dulces de Navidad, había percibido el chirriar del torno del convento al girar, cargado con mis dulces. Como San Juan de la Cruz, sentí que me era dado percibir la música callada del torno y empaparme de la soledad sonora del cenobio. Estaba en el buen camino: pronto al Parnaso; pero, tras comerme tres polvorones y una yema de las Comendadoras, me sentí tan feliz que, como ustedes están comprobando, he vuelto a no ser capaz de hacer ni la 'O' con un canuto.

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