EL director de la Agencia Tributaria ha dicho que no le pide el carné político a nadie. Pudiera ser, pero uno tiene sus dudas, sobre todo porque ese mismo director acaba de destituir a unos cuantos funcionarios que no parecían ser de su misma cuerda ideológica. Pero eso no debería extrañar a nadie, porque vivimos en un país donde casi nadie se fía de una opinión que no esté justificada por una relación de amistad o por algún negocio común o por las afinidades ideológicas. De otro modo, las opiniones libres o incómodas son desechadas de inmediato. Y para comprobarlo basta darse una vuelta por todas las televisiones pagadas con dinero público o por las páginas web de los ayuntamientos, en las que lo primero que suele aparecer es el rostro sonriente del alcalde. Está claro que el dinero público sólo parece entender el lenguaje de la adulación y la obediencia (y que conste que en esto se parece mucho a la empresa privada).

Pero si lo pensamos bien es bastante normal esta larga tradición de desconfianza hacia todo cuanto tenga que ver con la libertad de opinión y de pensamiento. Desde que la Inquisición empezó a quemar en la hoguera a los herejes que se atrevían a leer la Biblia sin seguir las enseñanzas de nadie, según la idea protestante del libre examen, nos hemos acostumbrado a seguir con docilidad las órdenes de cualquiera que tuviera más poder que nosotros, para evitarnos problemas y no perder los pocos beneficios que teníamos. Nuestra historia está llena de personajes independientes que sufrieron y murieron por atreverse a pensar y a vivir al margen de las normas establecidas. Desde fray Luis de León a San Juan de la Cruz, desde Unamuno hasta Lorca, se podrían citar cientos de nombres. Y todos acabaron pasándolo muy mal.

En realidad, esta tradición de someternos a los códigos establecidos es tan antigua como el hombre. Los humanos tendemos a vivir en grupo para asegurarnos protección y comida, y hay una inercia zoológica que nos impulsa a integrarnos en un rebaño grande y poderoso -o en una tribu grande y poderosa- que nos garantice el sustento y la seguridad y una cierta convivencia en buenas condiciones. Muy poca gente se atreve a vivir y a pensar por libre, porque eso significa quedarse a la intemperie y perder la protección del rebaño. Pero al mismo tiempo resulta evidente que nunca saldremos de esta crisis sin escuchar las opiniones independientes y sin hacer un gran ejercicio de inteligencia crítica. Y hay que ser muy burro para no darse cuenta.

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