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Rafael Padilla

Un caso ilustrativo

EL incidente puede parecer menor, pero ilumina acerca de cómo la burocracia y el rigor normativo propician, a veces, situaciones francamente injustas y alejadas del sentido común. El sábado 4 de junio, se nos informaba en estas mismas páginas del caso de Raquel E. H., una profesora de Primaria del colegio Nuestra Señora de Los Remedios de Chiclana que, a pesar de su contrastada aptitud, había sido apartada de su puesto, a pocos días de acabar el curso, por la delegación de Educación. ¿El problema? Que Raquel, filóloga y, por su especialidad, con amplios conocimientos de alemán (idóneos para un centro bilingüe que oferta docencia en ese idioma y en español) carece del título de Magisterio. Y no es que la afectada haya querido engañar a nadie: ella misma alertó de su circunstancia. Como comprenderán, la reacción del claustro del colegio ha sido inmediata: en escrito firmado por 46 profesores, manifiesta su indignación por lo que considera una medida precipitada, que cercena otras vías de resolución lógica a lo que, al cabo, no ha sido sino un error de las propias autoridades.

De lo sucedido, más allá de la coherencia del sistema de capacitación profesional en este ámbito, quiero destacar aquí el propio razonamiento de la delegación. Tras reconocer que en realidad todo iba bien, concluye con la siguiente y, para mí, inaceptable afirmación: "quizá sea injusto, pero no es eso de lo que estamos tratando, sino de lo que dice la norma". Es, a mi juicio, un verdadero despropósito sacralizar las disposiciones hasta el punto de hacerlas prevalecer sobre la propia justicia. Supone una rendición tal al formalismo jurídico que invalida, a quien la asume, para administrar los asuntos públicos. ¿Es éste el mensaje que queremos transmitir a nuestros hijos? No voy a entrar, ya lo he indicado, en qué titulación debe poseer quien enseña en Primaria o en Secundaria. Lo que sí digo es que, si una labor se está realizando satisfactoriamente para todos, es absurdo tanto celo contraproducente. En esa línea, en nuestras escuelas y en Primaria, no podría dar clase un premio Nobel, ni, por supuesto, un catedrático afamado de Oxford. Está claro que el manejo de las técnicas pedagógicas es importante; pero también que el docente sepa -y cuanto más mejor- de aquello de lo que enseña y que acaso esto último prima sobre lo anterior. Aún más, cuando, como es público, el errático modelo propicia (¿cuántos profesores de otras disciplinas están impartiendo Música en Secundaria?) escenarios ridículos.

Porque las leyes están hechas para los hombres y no al revés, tiene que existir un equilibrado criterio corrector entre la generalidad de los preceptos y una concreta aplicación insostenible de éstos. A eso, que se llama equidad, es a lo que deben tender sus aplicadores y no a refugiarse, con resignación fingida, en protocolos tan confortables como lesivos e inútiles.

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