La casta

Todos los catalanes de verdad, o sea los dueños de la masía, se deben al fin mayor de la Patria

El paso del siglo XVIII al XIX es el paso que va de la "libertad para los franceses" de Diderot y Voltaire, a la "libertad de ser francés" del celebérrimo Renan, quien desviaba la cuestión del ámbito del derecho y nos inmergía, abruptamente, en las profundas aguas de la disquisición teológica. "Una nación -dice don Ernesto en la Sorbona, en 1882- es un alma. Un principio espiritual". Lo cual daba pie a una arbitrariedad que aún hoy padecemos: quién define en qué consiste ser francés, español o bávaro. Y en consecuencia, quién es el beneficiario de tal distingo, que deja fuera a quienes no coincidimos, ay, con el canon.

Los mocitos que hoy prenden fuego a Cataluña son los hijos de la casta que, durante cuarenta años, se ha beneficiado de distinguir entre los catalanes fetén y la masa informe de los "colonos", como los llama don Albert Donaire, el simpático mosso independentista. También en el País Vasco se ha creado una casta -a tiros, literalmente- en torno a esta santificación nacional, emanada, no del derecho civil, sino de una virtud telúrica. O sea, del mas injustificado arbitrio. Que esta firme conciencia de propiedad sea la que, en Cataluña, está produciendo una destrucción considerable, no deja de ser una forma, algo estrepitosa, de triunfo. Las jóvenes y perfumadas hordas de burgueses que hoy destrozan Cataluña no son sino la última expresión de aquel Programa 2000 de Pujol, uno de cuyos objetivos principales era el de fomentar un "Memorial de agravios". Los otros, hoy perfectamente conseguidos, eran los de politizar y colonizar la Administración, hasta hacerla "nacionalista"; vale decir, un apéndice de la casta propietaria. Que hoy una parte de aquel vasto aparato, al servicio del nacionalismo, no sea particularmente útil -me refiero a los Mossos-, no dice nada en contra del minucioso Programa de don Jordi. Al contrario. Todos los catalanes de verdad, o sea los dueños de la masía, se deben al fin mayor de la Patria. Y el individuo, en consecuencia, es prescindible.

Ésa es, repito, la paradoja, el cambio que nos ofrece Renán: la "libertad de ser catalán" lamina la libertad efectiva de muchos catalanes. Unos catalanes que caen fuera de las exigencias y moldes de quienes detentan el poder, en nombre, precisamente, de esa forma de discriminación, absolutamente injustificable. Es decir, que Cataluña arde por mor de un principio espiritual. Lo cual, como bien sabía don Jordi, tiene su contravalor en euros.

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