El lanzador de cuchillos

La castañera de trapo

Los granadinos volverán a inaugurar sentimentalmente la primavera subiendo Zacatín arriba hasta Los Italianos

Los granadinos sabemos que la vida es eso que nos ocurre mientras abren y cierran Los Italianos. La heladería que fundó Paolo de Rocco pocos días antes del estallido de la Guerra Civil señala el inicio oficioso de la primavera al abrir sus puertas por San José y despide definitivamente el verano el doce de octubre, cuando echa el pestillo y coloca en un rincón del pequeño vestíbulo una entrañable castañera de trapo. Ya es, pues, otoño en Los Italianos.

Mientras el tic-tac de los relojes roe las horas como un ratón hambriento, los granadinos cruzan estos días la Gran Vía, camino de Plaza Nueva, dirigiendo una mirada fugaz a la puerta de cristal para constatar que no se han equivocado de abrigo. Antes de que alcancen a darse cuenta volverá la primavera y volverán las horchatas y las tartas de chocolate y, al poco, otra vez la castañera con su lucecita prendida, porque el tiempo, como la marea, ni se para ni espera.

Octubre dejará apenas su estela y en dos días estará aquí el invierno, dejando su aliento de hielo en los puentes del Darro y en los balcones de la calle Reyes. Los granadinos, ensimismados, ajenos al tiempo que pasa, irán de su corazón a sus asuntos y un día igual que otros muchos, se sorprenderán de encontrar abierta la vieja puerta de cristal y de que el sol penetre de nuevo en el pasillo estrecho y se refleje en el pulcro mostrador metálico. Ese hecho inesperado les alegrará la mañana y servirá para romper el hielo de algún encuentro casual. Y una noche de marzo inaugurarán sentimentalmente la primavera, en un rito mil veces repetido, que les llevará, Zacatín arriba, a revalidar la fidelidad a la tradición de unos sabores reconocibles.

Y se acordarán de Cecilia, sesenta años detrás del mostrador, que prometía la gloria en vales de colores. Pedirán una cassata, la reina incontestable, esa pequeña parcela del paraíso, rellena de nata, fruta confitada y crocanti de almendra, que se tomarán en la calle, entre muchachas de ojos avellana y piel de vainilla. Serán, seremos, entonces, un poco más viejos.

Pero ahora estoy aquí, en la esquina de Cortefiel, con las manos en los bolsillos, esperando que el semáforo me permita cruzar la Gran Vía, y Paolo Conte me susurra al oído con su voz ronca: "Gelato al limon, gelato al limon, sumérgete a fondo en la ciudad; gelato al limon, gelato al limon, mientras otro verano se nos va". ¡Qué cabrón el piamontés! Es verdad, se nos fue otro verano. Y están empezando a ser demasiados.

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