La chancleta

Cuando me pongo a nadar no ceso de dar brazadas hasta que cumplo mi hora completa

La chancleta estaba en la orilla de la piscina. Sola. Era la derecha. No había rastro de la izquierda. Su brillante pureza me llamó poderosamente la atención. Me atrajo como un imán que la suela negra no tuviera ninguna huella por el uso. No había ni una sola marca por el desgaste de los dedos de los pies. No había ni señal del paso del tiempo ni la cotidianidad. Distinguí la marca: es de esas en las que en la planta del pie hay frases escritas o escenas divertidas. Yo las compré en Brasil, donde las vi por primera vez hace unos cuantos años. Entonces me sedujo su originalidad: unas chanclas con dibujos en la planta del pie que quedarían tapados al calzártelas. Sí, tan absurdo como tentador. El caso es que me la topé, al sacar mi cabeza del agua donde acababa de marcarme unos cuantos largos. Cuando me pongo a nadar no ceso de dar brazadas hasta que cumplo mi hora completa. Quienes practican la natación saben qué cosas se te pasan por la cabeza cuando nadas. Primero la eternidad, luego el optimismo, la pereza se quedó en la superficie, llega el cansancio y casi la rendición. Mientras, escribes con la mente. Piensas en todas tus gestiones. En lo que escribí de Pedro Duque hace dos columnas. Te concentras en ir culminando largos de la piscina y contándolos hasta que asomas la cabeza y echas una mirada al reloj pegado en la pared del espacio. Sus salvajes agujas te van clavando el suplicio y, también, terminando con él. Emergí para zambullirme en el mundo real cuando vi la solitaria chancleta que me enterneció. Busqué a su dueña entre la masa de agua. Entendí que su propietaria sería una mujer porque las tiras eran de color rosa. Un tópico, lo sé. Pero acerté. La chica era una mujer jovencita que estaba abrazada como un koala a un joven muchacho barbudo. El vello del pecho le rebosaba por la cara, le caía por los brazos y se le enredaba por la espalda. Ambos tenían su inmenso universo en ese abrazo. Charlaban de algo que les impedía separar sus miradas. Sonreían permanentemente. Podía leerse en el aura que se creó en su espacio que estaban embelesados de un amor nuevo. Ese amor joven, puro, en el que todo es real. Se estrena vida en un nuevo hogar que comienza a abrir costumbres que resultan ilusionantes. Un camino por recorrer aún sin desgastes. Aroma de amor debutante, gestos de cariño iniciado sin mácula del pasado ni adivinación de su futuro. Ahí se quedó flotando un amor presente. Un agorero presagiaría que esa chancleta que seguía sola al borde de la piscina era la letra de la historia de sus vidas. La izquierda perdió a su compañera por el camino.

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