Dos chelines y seis peniques

La vieja Inglaterra de Kipling se negaba a aceptar que un burócrata de Bruselas mandara más que su primer ministro

Soy tan mayor que alcancé a ver a los señores con bombín que leían The Times en los vagones del tren que salían de Victoria Station. En aquella época, principios de los 70, los españoles teníamos que entrar en Gran Bretaña por un pasillo distinto al de los ciudadanos comunitarios. En las cabinas de control nos miraban el pasaporte por delante y por detrás, nos preguntaban adónde íbamos y nos exigían un certificado que demostrase las libras que llevábamos. Gran Bretaña acababa de adoptar el sistema decimal, pero las monedas que circulaban eran de chelines y medias coronas. Doce peniques eran un chelín y veinte chelines eran una libra. La media corona eran dos chelines y seis peniques. Los quiosqueros que te vendían el Melody Maker te daban el precio usando el sistema antiguo. Todos se quejaban de que Inglaterra hubiera abandonado su vieja forma de contar el dinero. "Nadie nos ha consultado, nadie nos ha pedido permiso", decían las señoras cuando contaban las monedas en la cola del supermercado porque no se enteraban del cambio. A nosotros nos pasó lo mismo con el euro, muchos años más tarde.

Supongo que había muchos ingleses que se resistían a aceptar las normas del continente. La vieja Inglaterra de los pubs que llevaban nombres como El Gato y el Tarro de Mostaza o La Yegua de Tres Patas, la Inglaterra que cantaba Ray Davies en Arthur, esa Inglaterra de los dardos y las pintas de cerveza y las chicas con pañuelos en la cabeza que salían corriendo de la fábrica para ir a bailar al salón local, esa vieja Inglaterra de Chesterton y de Kipling se negaba a aceptar que era europea y que un burócrata de Bruselas mandaba más que el primer ministro que vivía en Downing Street. Si se mira el mapa de la Gran Bretaña que votó a favor del Brexit, todas las zonas rurales y las pequeñas ciudades de provincias votaron mayoritariamente a favor. También los distritos obreros que hasta ahora votaban a la izquierda. La vieja Inglaterra al final acabó ganando la partida.

Ya sabemos que la Unión Europea, esa monstruosa criatura burocrática que se obsesiona con controlar el tamaño de los envases del supermercado, no es una idea que pueda entusiasmar a nadie. Pero esa idea opuesta del repliegue confortable en los aires viciados del pub, rumiando las viejas glorias del pasado, tampoco anuncia nada bueno.

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