ME llaman del periódico para que opine sobre las próximas elecciones, y busco rápidamente en el calendario el día que terminan. Cruzo los dedos para que no me toque estar en una mesa electoral y maldigo mi suerte. Quince días por delante de mítines y consignas en las que nadie cree. Tedioso rosario de promesas y contra promesas, de insultos y contra insultos; borrachera y resaca insufrible de alcaldables besando niños, saludando abuelos, visitando mercados... Un horror. La expresión democrática malbaratada, la utopía civil por los suelos.

Vuelvo a Granada por la rotonda de Cervantes y tropiezo con el monumento blanco al rocín flaco de Alonso Quijano. Lo esquivo y cruzo la ciudad como el que atraviesa un campo de batalla al que hubieran decorado con la quincalla de una opereta austrohúngara. Por fin, completada la travesía, llego a la rotonda de la granada gigante en la Estación de autobuses y le pregunto al hombre que siempre va conmigo qué fue de Granada la bella.

La busco en el informe PISA y la encuentro en la cola de Andalucía, que es la cola de España, que es la cola de Europa. Con una renta per cápita y un tejido productivo raquíticos, los granadinos nos pavoneamos indolentes por el Zacatín arriba culpando al centralismo sevillano y demás contubernios foráneos de nuestros males. Pero a Granada no viene la gente de Sevilla a votar. Aquí votamos los granadinos para que nos gobiernen los políticos que libremente elegimos, los que se parecen a nosotros, los que como nosotros piensan. Las ciudades se parecen a sus gentes y éstas a sus políticos. Si te gusta lo que hacen los votas, si no te gusta buscas otras propuestas.

Por eso, a pesar de la campaña electoral, de los políticos, de las rotondas, del ruido y de las pocas nueces, es necesario mantener viva la fe en la expresión democrática y acudir a votar. Primero para saberte ciudadano de pleno derecho, y segundo para que tu ciudad se parezca a ti.