UN buen amigo, que contempla la vida política con el saludable distanciamiento que una inveterada costumbre me hurta a mí, me hace ver una barbaridad evidente: los parlamentarios carecen de libertad personal.

Viene a cuento de dos hechos recientes. Los partidos con representación en el Congreso dieron libertad de voto a sus diputados en el debate y aprobación de la reforma de la ley del aborto; los partidos presentes en el Parlamento de Cataluña hicieron lo mismo con la iniciativa popular que trata de prohibir los toros en dicha comunidad.

Esto nos parece normal, pero no puede serlo. ¿Cómo va a ser normal que aquellos que han sido elegidos por los ciudadanos y que, según la Constitución, no están sometidos a mandato imperativo, tengan que votar por sistema lo que sus jefes les mandan, hasta el punto de que cuando se les permite pronunciarse según su propio criterio eso llame la atención y se convierta en noticia? La normalidad sería justamente lo contrario: que siempre pudieran obrar libremente y que, excepcionalmente, sus partidos les pidiesen un voto concreto en casos que afecten al proyecto colectivo.

Vamos hacia una sociedad abierta, con muchas posibilidades para la información y la formación de los individuos, mientras que el sistema político del que nos hemos dotado -el menos malo de los conocidos, ya saben- es cada vez más cerrado y elitista. No es ya que tengamos que depositar nuestra confianza durante cuatro años en unos representantes que ni siquiera conocemos y que nunca dan cuenta de lo que hacen en nuestro nombre, es que ellos mismos ven anulada su personalidad y su albedrío, debiendo limitarse a votar lo que deciden tres o cuatro de sus dirigentes. Hace poco la diputada gaditana Mamen Sánchez decía en público, con inocente desparpajo, que a veces, si veía que su partido iba a perder una votación, no le importaba cambiar sobre la marcha el gesto con los dedos que indica a sus parlamentarios el botón que han de pulsar en el Congreso, y adaptarse a la mayoría de la Cámara. O sea, no se vota lo que se cree justo y mejor para los ciudadanos, sino lo que coyunturalmente conviene a una mayoría precaria.

Y a los diputados no les queda más remedio que asumir las órdenes sin rechistar. Su sumisión perruna es el precio que tienen que pagar para continuar como diputados. Saben que si piensan y actúan por su cuenta nadie podrá quitarles el escaño... durante una legislatura. Pero una legislatura pasa pronto y enseguida hay que aprobar las listas electorales para la siguiente. Con un criterio que es absolutamente prioritario: la fidelidad al partido, medida por la obediencia a quienes lo controlan. Así funcionan los representantes del pueblo, a los que de tarde en tarde les dan libertad.

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