He tenido la inmensa fortuna de gozar una inmersión americana en plena antigua Corona de Castilla. Un virus benigno que me ha sacudido de plano.

No tengo empacho en admitir que cuando comencé mi aventura académica y observé la abrumadora mayoría de colegas latinoamericanos embarcados en lo mismo, pensé qué haría un orgulloso europeo entre tanto americano. Jamás hasta entonces utilicé una fuente americana que no fuera gringa (rehén de esa sinécdoque perversa que tiende a equilibrar los complejos propios con ambientes extraños y a menudo hostiles). Jamás hasta entonces supuse que hubiera más y mejor análisis en Latinoamérica (y más cercano, y más comprensible, y más práctico), mirando a un Norte que solo nos ve Sur (porque eso somos, aunque no solo), y de quien ambos mendigamos un reconocimiento improbable, impropio del potentado que rara vez disculpa y casi nunca soporta al que dobla la espalda. Obviamente, me equivocaba.

Yo he pedido disculpas en el idioma que compartimos no por haberles descubierto, sino por haberlo hecho tan tarde. Todos los descubrimientos y las conquistas arrastran errores y aciertos, pecados capitales y virtudes. Los errores yo los asumo y los aciertos quiero que los reclamemos juntos, porque es mérito común. Los pecados yo los expío y las virtudes quiero que nos mejoren a todos, porque a todos nos alcanza el futuro.

Cuando se produjo el otro descubrimiento, ni yo ni ellos estábamos pensados, luego, pocas disculpas válidas que ofrecer y las mismas que aceptar en tiempo real: nada que nosotros podamos cambiar, ni de las sombras, ni de las luces. Cuando se ha producido el mío, lamento la tardanza con profunda hondura porque me los he estado perdiendo un tiempo imperdonable. El descubrimiento en que yo creo es el que hemos compartido estos días pasados: el de personas con una misma lengua común -con todos sus matices-, otra hermana y multitud enriquecedora; gentes con las ambiciones y aspiraciones legítimas de unos países orgullosos con motivos (los suyos y el mío), convocadas por la historia inmediata para conseguir lo que, hayamos nacido donde sea, queremos conseguir: ser útiles a los nuestros en nuestro tiempo, no en otro tan lejano como el que entretiene al aburrimiento.

En todo caso, de la destrucción nace la obligación de construir algo nuevo. Si la visión de lo que juntó a nuestros pueblos fuera negativa, ¿por qué centrarse en quién marró, cuando debemos ocuparnos en desmadejar el lío que ahora nos ofrecen a los dos lados del charco? Si para ello he de disculparme, lo hago sin rubor. ¿Y saben por qué? Nada me cuesta: ni yo, de hoy, fui responsable, ni ustedes, de ahora, son mis víctimas.

Lo que no tendría perdón de Dios, y no lo voy a permitir, es que ahora que les he descubierto, pusiera yo trabas a que me conquisten. Y ya lo hicieron, hermanos. Hago votos por un pronto reencuentro.

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