En el diván

Estar encerrados, asediados por la enfermedad, crea una atmósfera enrarecida que facilita confesiones

Tuvo Freud buena ocurrencia al obligar a sus pacientes a tenderse en un diván. Los tenía así, durante una hora, encerrados entre cuatro paredes, enfrentados con sus miedos y fantasmas. Sometidos a situación tan poco habitual, sin posibilidad de fuga ni movimiento, a sus enfermos no les quedaba más remedio que recapacitar. Es decir, contemplarse desnudos ante el espejo de su mente. Muchos histéricos y psicóticos regresaron a una supuesta normalidad sólo porque durante una hora se vieron obligados a pensar y, como se decía entonces, autoanalizarse. La presente epidemia vírica y su obligado encierro puede también verse como un imprevisto ejercicio de cura psicoanalítica. En días de forzada meditación entre paredes cobran voz cosas que estaban ocultas. Este tenso clima, tan literario, lo han explotado muchos autores. Hace unos días Luis Sánchez-Moliní exponía en estas mismas páginas un buen listado de títulos. Estar encerrados, asediados por la enfermedad, crea una atmósfera enrarecida que facilita confesiones, al mismo tiempo que afloran esos instintos que, en días normales, la vida cotidiana permite distraer y disimular. Por eso nació un género literario destinado a contar estas experiencias. Obras que posiblemente ayudaron a Freud a imaginarse las posibilidades terapéuticas obtenidas tras encerrar a sus pacientes, en austero cuarto, tendidos y monologando en inquietante diván. El mejor precedente lo aportó Boccaccio que supo reunir en el Decamerón los elementos necesarios, incluido el que alcanzaría más potencial y más tentó a Freud: el erótico. Tras recluirlos -sin poder traspasar frontera alguna, y asediados por el azote exterior del mal- los jóvenes convocados por Boccaccio se vieron obligados a escenificar, en velada intimidad, todos los avatares de la comedia humana. Entre los cuales cobraron natural relieve esos instintos que la moral cotidiana esconde y reprime. Una gran lección que permitió conocer ya, a la altura de 1350, muchas caras antes ocultas del género humano. No menos ilustrativo es un texto de Artaud, en el que evocó el escalofriante sitio de una epidemia en Marsella. Amurallados, aquellos habitantes mostraron momentos de cruel egoísmo, pero también vivieron jornadas de distendida utopía: se hicieron posibles convivencias amorosas nunca antes sospechadas, ni nunca después repetidas. Claro, el experimento duró pocos días. Tal vez este actual enclaustramiento facilite que los españoles más fanáticos se sientan llamados a tenderse en el diván. Y, los otros, los más abiertos a experimentar nuevas formas de solidaridad.

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