Parece que tenemos que asumir que Marruecos nos ponga al límite. Marruecos no es el vecino pobre del Sur porque, aunque la mala situación objetiva de su población así lo sugiere, su influencia política no admite esa calificación. Más bien, nosotros somos su vecino tonto del Norte. Nuestra relación con Marruecos es un poco tóxica. España da muestras inequívocas de amistad y colaboración con Marruecos y recibimos frecuentemente una dolorosa y sonora patada en el culo, cada vez que ellos interpretan que nos salimos del guion o cuando necesitan presionar para reforzar su posición con la Unión Europea.

Marruecos ha vendido bien que tiene claves esenciales para nuestro país y, por extensión, para la Unión Europea: taponar la inmigración, taponar la pesca y, últimamente, taponar el integrismo islámico. Creemos a pies juntillas que es cierto, todo. Con esas tres claves, a distintos niveles, acojona. Sin que lo parezca demasiado, aunque sea evidente, y sin que se le puedan pedir cuentas claras, porque no se puede incumplir claramente lo que no está claramente acordado, si Marruecos entiende que algo que hace Europa, pero particularmente España, no es correcto para su interés, abre el grifo de lanzar personas desesperadas hacia nuestras fronteras, genera crisis con los barcos pesqueros en sus caladeros, o relaja el control del integrismo y la colaboración para combatirlo. La tres son elementos importantísimos para Europa, cuyo particular acento protagoniza las relaciones en función de las necesidades.

España arrastra complejos en la relación con Marruecos desde antes de la democracia. El estertor del franquismo, y el ensayo general del futuro Juan Carlos I, nos trajo la Marcha Verde, un capítulo que preferimos no airear porque la vergüenza de nuestra gestión con el Sáhara Occidental, abdicando de nuestra responsabilidad histórica y geopolítica allí, posiblemente está en el origen de nuestra inferioridad. Hemos asumido que la ausencia completa de España en la solución internacionalmente reconocida para el Sáhara es la garantía para hacer de Marruecos un socio estratégico en el Magreb, si no le molestamos, y la realidad es que nos cuesta una pasta a los europeos que no nos molesten de continuo, unos mil millones de euros cada año, y no consigue que la relación sea mínimamente leal. Es decir, cumplimos siempre, a pesar de que ellos cumplan si quieren. Nuestra política de no tener política sobre ese conflicto que nos toca tanto nos debilita. Una actitud similar en cualquier otro vecino con importantes conexiones europeas (por ejemplo, Turquía o Rusia) implicaría una respuesta dura por parte de la Unión. Aquí no. Aquí suave.

Igual no acertamos hace cuarenta años, igual el socio preferente en el Magreb no debería ser Marruecos. Igual deberíamos decirle al amigo que la amistad es leal o no es. Esta crisis es nuestra y es la enésima. La enésima más uno igual tendría que ser suya, para variar.

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