Editorial

Los errores con la inmigración

ESPAÑA ya es el segundo país de la Unión Europea en acoger a extranjeros que han emigrado al Viejo Continente en busca de un trabajo que les proporcione una vida mejor que en sus naciones de origen. Cinco millones setecientos mil inmigrantes están censados en nuestro país. Sólo Alemania supera esa cifra, con 7,2 millones. El siguiente Estado tras el español es el Reino Unido, uno de los países con más tradición en la integración de inmigrantes y que actualmente tiene cuatro millones de extranjeros. La tasa de inmigración en España es, por tanto, la más alta de Europa, atendiendo a la proporcionalidad, porque Alemania, con 82 millones de habitantes, casi nos duplica en población. La mayor parte de estos inmigrantes que han venido a España a trabajar -y por ello a hacer más relevante y productivo a nuestro país-, han llegado en los tres últimos lustros. Ha sido una etapa política de puertas abiertas la que hemos desarrollado en estos años, especialmente en los primeros dos tercios del periodo, que se corresponden con escenarios de fuerte crecimiento económico. Esta situación no ha generado graves problemas mientras el tiempo era de bonanza. Es ahora con la crisis económica más aguda en la última centuria cuando esta alta tasa de inmigración genera serias dificultades. Porque el Estado tiene recursos escasos para mantener los niveles de servicios básicos, como en educación o sanidad, tanto de los nacionales como de los inmigrantes. La inmigración sin control no es una buena política. Incluso la inmigración bajo demandas de trabajo ha sido una política poco meditada, porque con la depresión económica la mayoría de estos trabajadores perdieron esos empleos que los trajeron a España. Como en tantos otros asuntos que son cuestiones de Estado, la inmigración, su regulación, exige que los grandes partidos pacten una política estable y responsable, alejada de la demagogia que de un espectro u otro de la ideología se usa para atacar al contrincante. Porque no se trata de rechazar la inmigración, sino de acogerla de una manera sostenible que evite caer en políticas rayanas en la xenofobia o el racismo que, como en el caso de Francia, han cosechado la condena del Parlamento Europeo.

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