La tribuna

antonio Montero Alcaide

La escuela ha muerto

CLARO está que afirmar no equivale a preguntar. Si bien, aunque falten los signos de interrogación, el título de aquí arriba, antes que una partida de defunción de la escuela, resulta un reclamo para presentar algunas claves de su, tampoco moribundo, estado. Se trata, además, de un título prestado, porque en 1973 así apareció un libro en el que Everett Reimer, ferviente partidario de la "desescolarización", recoge el contenido de sus conversaciones con el polémico pensador austriaco Iván Illich, al que conoció en la Universidad Católica de Puerto Rico.

Luego reparemos en las funciones de la escuela porque, de esa guisa, resultará más a propósito el análisis, con la perspectiva puesta, sobre todo, en la escolaridad obligatoria. Asegurar una formación básica, que faculte a las generaciones jóvenes para desenvolverse social y personalmente, resulta una función destacada y principal. Pero cuestión distinta es, y aquí reside una primera controversia crítica, la manera en que esa formación se sustancia -los contenidos educativos-, se transmite -la enseñanza y los métodos para procurarla desde las prácticas profesionales docentes- y produce los efectos esperados -el aprendizaje de los alumnos y las disposiciones para seguir aprendiendo-.

Hay que poner cuidado porque si el debate de fondo tiene alcance, más presencia puede tener el de las formas, cuando dar nombre a las cosas importa. Ya clamaba Juan Ramón Jiménez por ello a la intelijencia gramaticalmente heterodoxa: "¡Intelijencia dame / el nombre exacto de las cosas!". Páginas harían falta para discernir, entonces, entre conceptos -tales como conductas, capacidades, competencias- que son el marchamo de las reformas educativas y del currículo -otro concepto bien sobado- de las enseñanzas. Mas no se entienda con ello una desconsideración al uso de términos propios de la teoría educativa, tal como suele hacerse en debates o posicionamientos sólo sostenidos en comodines o quizás al amparo del empleo impropio e inconveniente de esos conceptos por quienes más deberían cuidarlos. No es esa la razón, aunque también influya, sino la carencia de acuerdo sobre la naturaleza del conocimiento básico, e imprescindible, sin el que los sujetos en formación se sitúan en una clara y gravosa desventaja social.

Luego convenir qué contenidos educativos -en el sentido más amplio de éstos- han de ser enseñados y aprendidos bien que importa. No en balde la polémica en torno a la Educación para la Ciudadanía, o a materias o asignaturas de parecida naturaleza, es buena muestra de la discusión. Y, sin intención de restarle entidad, igual de controvertidas deberían ser circunstancias como la insuficiencia de capacidades para la expresión oral o escrita, para comprender lo que se lee, para dar forma a lo que se piensa, para resolver problemas o situaciones en que se precisa la aplicación de conocimientos matemáticos. Subrayar estas dimensiones del aprendizaje constituye, para algunos, un "retorno a lo básico", pero connotan tal circunstancia de manera inconveniente, como si el eco del "leer, escribir y dominar las cuatro reglas" reverberara para dirigir la vuelta atrás. O como si no importaran esos otros ámbitos del "aprendizaje no cognitivo" -valores, emociones, creatividad, cohesión, relaciones…- que toman fuerza en los procesos educativos.

Sin embargo, la escuela pierde sentido, y con ello enferma, si no habilita a los alumnos, tal como se adelantaba, para un desenvolvimiento social y personal satisfactorio. La empresa es mayor, porque, con ese objeto tan relevante, han de procurarse: modos de enseñar más atractivos y valiosos que los auspiciados por vías alternativas o complementarias (recursos tecnológicos, aprendizaje entre iguales, educación no formal, escuela en casa); situaciones de aprendizaje que procuren el uso funcional y aplicado de los conocimientos, no sólo por ese efecto utilitario, sino como vía didáctica para adquirirlos; profesionales de la enseñanza con competencias, habilidades y destrezas que consigan la motivación para aprender; posibilidades de organización y funcionamiento de los centros educativos con autonomía factible y no retórica, centradas en la mejora de los resultados. Y, de manera principal, respuestas educativas que compensen, y no legitimen o reproduzcan, las desigualdades socioeconómicas de origen, para que el éxito escolar quede al alcance del máximo desarrollo de las capacidades de cada uno.

García Márquez, cuando pasa revista a su infancia, venero de no poca de su portentosa obra literaria, hizo suya una frase que creía haber leído de Bernard Shaw: "Desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela". No es una partida de defunción, pero sí un severo aviso.

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