La esperanza vive en la séptima

Aunque sea interminable el pasillo, la vida tiene que sonreír para ellos y día tras día llevar sonrisas a sus vidas

Lo vi pasar a mi lado. Ni me di cuenta. De la mano de su madre y su padre, apenas si levanta dos años. Asomando el pañal por encima del pantalón, después de un viaje que dura más de lo que debiera. No suelta la mano de ninguno. Seguro, erguido, sabe dónde va. Vida. Sólo vida. Sin ninguna voltereta más. Unos pasos atrás, su abuelo. "Bebo, entra conmigo, ¿eh?". El abuelo, jadeante, apenas articula palabra. Llegan para la cita de las ocho y media. "Bebo, entra conmigo, ¿eh?".

Avanzan muy deprisa, lo deprisa que diminutos pasos ofrecen a su edad. Planta séptima. Materno Infantil. El camino hasta la entrada a las habitaciones se hace largo. Mascarilla en la boca. Pelón. Un pañal que cada vez asoma más. Pasan siete minutos de las y media. Tan pequeño, ya conoce la rutina de los martes. Tan pequeño, ya esconde entre silencios una vida entera en los pasillos del hospital…

Justo donde termina la sala de espera se encuentra el pasillo de las habitaciones. Es más largo, impone más. Ese juega con el futuro, con lo que nunca sabremos entender, con la dificultad de vivir cuando el puzzle ha decidido no encajar. Encerrados en puertas abiertas, en esa sala de espera todo se desmorona: los éxitos personales, los reconocimientos, el orgullo, nuestra propia existencia e identidad… sólo queda tiempo para maldecir, para preguntarte una y otra vez porqué a él, porqué no a ti, qué hizo para merecerlo. Y cuesta trabajo. Cuesta mucho creer ya en algo que no sea regresar a la normalidad.

Muchos niños, muchas mascarillas, muchos pelones. Nunca lo pensé. La condición humana tiene un sexto sentido para apartar la desgracia, para hacer como si no fuera con nosotros. Pero hete ahí que un día te toca, que tienes que afrontarlo. Ese día te das cuenta que ni las olas, ni el mar, ni tan siquiera una puesta de sol volverá a ser como antes. Ese mismo día te levantas, atraviesas el pasillo de la séptima y te das cuenta que la vida solo tiene un sentido: dejar alguna vez de atravesarlo. No es un drama. No me lo invento. Existe. Os aseguro que existe.

Más niños. Más mascarillas. Más pelones. Más padres con la mirada sólo puesta en ese hijo, en lo único que les merece la pena desde la mala noticia. Las ocho y media. Han madrugado, vienen de lejos, pero en su vida hace tiempo dejó de haber sueño, ni distancias más largas y penosas que las de aquel pasillo. Y a pesar de todo, sonríen. Y juegan. Y abrazan. Y lo sientan entre los dos mientras pacientemente, como cada día, esperan. Desde hace tiempo sólo les cabe esperar. Y confiar. Y no mirar mucho más allá del presente que viven.

"Jose, te toca". En un segundo, Jose da un salto del asiento y se levanta. Sus padres le dan la mano y entran al pasillo de las habitaciones. Mientras, el abuelo termina de recoger los abrigos y desayunos que quedaron en los asientos. "Bebo, vente ya". Suenan voces a mitad de pasillo. No son ángeles. Son de aquí, del terruño, de bata blanca o adorno de payaso, qué más da. El mejor motivo, la mejor excusa. "Que guapo vienes hoy", "quien te ha regalado esas zapatillas tan chulas", "cuando terminemos te voy a enseñar lo que se ve en el microscopio". Voces. Un profe que imparte clase de sonrisas todos los días. Aunque sea interminable el pasillo, la vida tiene que sonreír para ellos. Día tras día, llevar sonrisas a sus vidas. A sus niños. A sus pelones. Es su obligación de día, pero no acierto a saber cómo serán sus noches.

Pues eso… la esperanza… que sigue viviendo en la séptima del materno de mi ciudad…

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