Relatos de verano

mireya hernández

Ocho estampas sureñas y un hombre menguante

Cada día pasan cientos de personas por delante de la agencia. Algunas se quedan observando cómo trabajamos, otras nos hacen preguntas, otras nos traen paquetes o nos piden ayuda. Hay quien trata de vendernos algo y quien viene a buscar trabajo. Hay mendigos, curiosos, extranjeros desorientados, turistas, fumigadores, técnicos informáticos, una china que lee la Biblia y últimamente muchas cucarachas. En esa especie de vitrina donde estamos expuestos, miramos y somos mirados, pero rara vez sabemos quién se esconde tras una cara que podríamos reconocer entre la multitud.

Ilustración: Rosell

Ilustración: Rosell

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EL día de la moción de censura estaba en Madrid y había ido a ver El increíble hombre menguante a una sala del centro donde proyectan cine fantástico y de terror. La película empezaba con Scott Carey envuelto en una niebla extraña y la escena me recordó a lo que le estaba ocurriendo a Rajoy en ese momento. En la ficción y en la realidad, el norteamericano y el gallego se iban haciendo cada vez más pequeños, uno dentro de la pantalla y otro fuera, y a medida que Scott perdía peso y altura, Mariano se volvía invisible ante el mundo y pensaba: Rosebud o pensaba: "El horror, el horror", o quizá pensara en la ría de Arosa o no pensara en nada. En mi cabeza, primero le desaparecía la barba, luego las gafas, después la cara y al final sólo le quedaba el traje gris cubriendo su cuerpo como una ola y la corbata verde deslizándose por el suelo del Congreso. Pero por suerte para él, todo habría acabado en unas horas.

Al salir, las calles estaban tranquilas, las banderas seguían ondeando en los edificios oficiales y unos novios se hacían fotos de boda en Cibeles. Él llevaba un traje militar y ella un vestido blanco nacarado. Posaban junto a una parada de autobús. A su espalda, la Puerta de Alcalá, y a su derecha, la fuente de la diosa griega metida en un sarcófago de metal y malla de obra. Estaban cansados pero sonreían. No paraban de sonreír. Sonreían y sudaban. Sólo había una persona que me daba más pena que ese novio militar, por muchas insignias que llevara prendidas en el pecho, y era Bob Esponja el día que medió entre Minnie Mouse y Dora la Exploradora en la Puerta del Sol.

Empezó a llover. La cola del vestido se arrastraba por el asfalto y se ensuciaba con el humo de los tubos de escape. Por el Paseo del Prado y el Paseo de Recoletos pasaban coches, pasaban bicis, pasaba un triciclo motorizado como los tuk-tuk asiáticos, pasaba el autobús 5 y el 14 y el 27 y el 37 y el 45. Creo que el 53 también pasaba. Y mientras tanto, la novia pensando en el arco de sables, su traje echado a perder, los besos mojados por el sudor del militar de las medallas rojas y verdes y el fotógrafo en cuclillas con dos cámaras enormes colgadas del cuello, diciendo: Ponte la gorra, cógela de la cintura, daos un beso, sonreíd.

Yo observaba la estampa que se escondía tras aquella estela de gas y no podía dejar de pensar en lo que estaría haciendo en ese momento nuestro increíble hombre menguante.

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La pareja de Cibeles y Rajoy desapareciendo dentro de una nube tóxica me hicieron recordar algo que me había sucedido un par de años antes en aquel mismo escenario.

Venía de tomar unas cañas con unos amigos y de hablar del Tinder, de aprender español viendo Velvet, de hacerse monje a los 45 y grabar un documental, del tabú de enseñar un pecho en Estados Unidos, del vídeo de las frutas sensuales que prohibieron en Instagram, de la venta de armas, de la violencia, de lo que se considera moralmente bueno o malo aquí y en Japón y en Etiopía, de la corrupción, de la culpa y el perdón, de los monos y los androides, de los topos, de los armadillos, de los dodos y otras especies extintas, del cuello de las jirafas, de los unicornios y los narvales, del Ratoncito Pérez, de la fe, de Dios, del Universo, del multi(uni)verso, de la vida en otros planetas, de la teoría de cuerdas, del Big Bang, de la NASA, de la deepweb, de Google, de la libertad, de Médicos sin Fronteras, de la ONU, de dar limosna y del funcionamiento de las ONG, y de camino a Cibeles me encontré con un hombre que me pidió dinero.

Pasé de largo, pero al llegar al semáforo me di la vuelta y me acerqué al banco donde estaba sentado. Era muy mayor. Tenía el pelo blanco y corto, la piel ajada, los ojos casi transparentes. Llevaba una camisa de cuadros y unos pantalones largos, y a su lado había una bolsa de plástico con envases y restos de comida. No tenía mochila ni carrito ni manta ni nada. Me dijo que la pensión a la que iba costaba 18 euros, que si no ganaba lo suficiente tenía que dormir en la calle, que en verano podía pero que en invierno era horrible, que ya tenía 90 años. Con un bocadillo al día le bastaba, pero dormir a la intemperie no le venía nada bien.

Me habló de Botín, de Rajoy y de las garrapatas, de la corrupción y de la podredumbre del sistema. Luego me dijo que había conocido a Martin Luther King, que era el que le había "inyectado el virus" de ayudar a los negros, y que ahora no tenía nada porque les había dado todo lo que tenía a ellos. De Luther King pasó a Rajoy y a Botín otra vez, y me dejó caer que era gallego. Le pregunté si tenía familia y contestó: "A mi edad…". Y volvió a hablar de las mentiras de Rajoy y de los millones de Botín y de que los jueces no hacen nada por la Justicia en este país. "¿A usted le parece eso normal?", me preguntó. "No es normal, no, señor. No es normal que no hagan nada".

El autobús ya estaba llegando a Cibeles y yo seguía allí, escuchándole decir lo mismo una y otra vez y saltar de Botín a la Justicia, de la Justicia a la pensión, de la pensión al bocadillo, del bocadillo a Martin Luther King. "Porque nadie ha estado con él ni ha visto las cosas que yo vi hace 53 años en Washington. Pero lo dejé todo por él, lo dejé todo por seguirle y ahora no tengo nada".

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