Una fiesta cara

Aquí estoy, siendo testigo al ver cómo han caído amigos que han formado parte de nuestro paisaje afectivo sin despedirse

Ahora pronto van a hacer seis meses desde que a mi mujer le diagnosticaron un contagio de esto que rueda ahora y que llaman el Covid-19. Aquello fue muy duro, pues hubo de permanecer hospitalizada durante cinco interminables días en el Hospital Universitario, además de lo que pasó en casa. Y luego, la recuperación, lentísima tras una paliza biológica tan descomunal. Hoy se puede decir que está bien. No le han quedado secuelas que limiten su vida diaria de forma evidente, salvo una cierta tendencia al cansancio tras esfuerzos menores y algún dolor muscular que van remitiendo con el tiempo. Pero está tan guapa como siempre, tan dispuesta para todo y tan interesada por cuanto acontece a su alrededor. Como cristianos, damos gracias a Dios continuamente.

A mí, en cambio, el bicho me dejó absolutamente tranquilo, cuando yo era una presa fácil, a la que podría haber dado una tunda descomunal, de esas de las que no te levantas ya. Pero no, procuré no hacer barbaridades, me preservé, especialmente por exigencia de mi esposa que, bajo amenaza de enfado inmenso, tuvo la inteligencia y la misericordia de evitar a toda costa que me pudiese contagiar. Y aquí estoy, siendo, eso sí, testigo, aterrorizado en algunos momentos, al ver cómo han caído buenos amigos que han bajado al sepulcro mucho antes de lo que hubiéramos podido pensar, criaturas que han formado parte de nuestro paisaje afectivo y que han desaparecido, sin despedidas.

Hace pocas noches, los perros que guardan la casa de al lado no cesaban de ladrar. Parecían poseídos por algún duende ruidoso e impertinente, así hasta pasadas las siete de la mañana hora en que, viendo que en la casa en cuestión no había nadie, telefoneamos a nuestros vecinos para hacerles patente nuestro enfado. Nuestra tristísima sorpresa fue cuando nos dijeron que estaban velando a José, el marido de la pareja dueños de la casa. Se había marchado con Dios Padre sin hacer ruido, ni poco ni mucho, en la silenciosa barca de Caronte, con el Covid a cuestas. Era casi de mi edad. Un hombre bueno, un alma espiritual que se fue para siempre cazado por este virus infame y traicionero.

Las ganas de vivir conducen a muchos jóvenes por los caminos de la irreflexión. Lo que es difícil de entender es cómo sabiendo lo que a su alrededor sucede, pese a precauciones; y no hay más que echar una mirada atenta; siguen entregándose a la diversión y la fiesta, sin la protección ineludible. Y se juegan la vida, insensatos, sin valorarla más que unas risas y un simple cubalibre. Cara fiesta la pueden pagar. ¿O no?

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios