MIENTRAS empieza la habitual ceremonia del inútil llanto sobre la leche derramada, algunas de las chicas muertas en la ratonera del Madrid Arena ya han sido enterradas. Otras luchan por sobrevivir no quiero ni puedo imaginarme cómo. Una de estas últimas es amiga de mi hija que no hace más que rezar por ella mientras sus padres regresan de unas vacaciones en Brasil para encontrarse con su hija de 17 años aplastada por la irresponsabilidad de unos y las ganas de evasión de los más. Acabo de oír a la alcaldesa de Madrid decir que no se volverá a alquilar un local del ayuntamiento para un evento de esta naturaleza. Que es demasiado peligroso. ¡Menuda genio! Sólo le han hecho falta unas muertes para que considere que no es buena idea dejar que empresarios codiciosos se aprovechen de las ganas de diversión de jóvenes que creen que nada les puede pasar. No creo que las decenas de noticias relativas a muertes en discotecas y en todo tipo de fiestas en todas partes del mundo le sirvieran a la Alcaldesa de escarmiento. Sólo cuando ha tenido que pasar por el trance de dar el pésame a familias destrozadas por la estupidez y la codicia ha tenido a bien renunciar al negocio del ayuntamiento. ¡No aprendemos! Nada parece hacernos más sabios, sólo la muerte nos vuelve cautelosos por momentos.

Y mientras pasan las horas de hospital para las que salieron con vida aunque maltrechas, desfilan en televisión los menores que se colaron en la fiesta, los que se dieron cuenta de que había demasiada gente, los abogados que dicen que es culpa de los de las bengalas, etc. El circo de costumbre. Sólo hace falta que sea verdad que el empresario que organizó la fiesta es amigo del vicealcalde para que tengamos las tres pistas montadas. Y mientras mi hija reza por su amiga -¡qué otra cosa puede hacer!- nadie dice que no debió ir, que lo menos que podía pasar era algo así, que se veía venir. Nadie hace ni siquiera ademán de asumir la más ligera responsabilidad. Sólo el de la bengala parece candidato serio a la condena pública. Y mañana la fiesta se trasladará de sitio y no habrá fuerza humana que pueda impedir que miles de jóvenes se vuelvan a reunir en una ratonera para… ¡Bueno, no se para qué! Probablemente ese es mi problema, que no entiendo qué fuerza arrebata el sentido común a tanta gente, protagonistas y consentidores, para que de cuando en vez se expongan a un peligro tan inútil como cierto. Mientras las familias y los amigos lloran, otros se preparan para organizar la próxima. Pero tranquilos, no será en un local del ayuntamiento.

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