Esta boca es tuya

Antonio Cambril

cambrilantonio@gmail.com

Así gana el Madrid

Elegí al Barça por la misma razón que decidí ser periodista o me hice de izquierdas pudiendo ser de derechas. Nacido para perder

El Barça fue mi primer amor. Lo recuerdo desde que los niños del barrio huían de la pobreza corriendo tras un balón y la escuadra azulgrana alineaba fogosos centrales andaluces (Gallego) y flemáticos delanteros catalanes (Martí Filosia). El Barça proporcionaba pocas alegrías: siempre quedaba segundo. Le vi ganar la primera liga con 16 años y la primera copa de Europa con los 34 cumplidos. Podría haber sido peor, podría haberme enamorado de la desgracia absoluta, podría haberme hecho del Atleti, cuyos jugadores evocan a los héroes griegos que sufren tragedia tras tragedia para entretenimiento de los dioses y pierden los partidos capitales en el último minuto de la prórroga. O podría haber optado por el Madrid, ese equipo que no juega finales, las gana, que tiene la suerte cosida al escudo y cuyos jugadores lucen una flor en el culo. La inmensa mayoría de los chiquillos de entonces apostaron por ese equipo que tantos gozos había de proporcionarles. Yo no, yo opté por el Barça, que era más que un club y que simbolizaba, sin que lo supiera, la resistencia de Cataluña frente al centralismo madrileño. Lo elegí porque sí, sin motivo alguno, por la misma razón que decidí ser periodista y no profesor o me hice de izquierdas pudiendo ser de derechas. En fin… nacido para perder. Tanto que, hasta que llegó Cruyff, después Guardiola, las decepciones eran constantes y hubo tardes de derrota en que evoqué la frase que Marcel Proust pone en boca de Charles Swan en relación con su alocada pasión por Odette de Crecy: "Cada vez que pienso que he malgastado los mejores años de mi vida, que he deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi existencia, todo por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo".

La devoción por un equipo conlleva la animadversión irrefrenable por su rival, así que una derrota del Barça me amarga el día y esa tristeza solo puede paliarla otra derrota del Madrid. Hasta anteayer, cuando los blancos solventaron de nuevo una eliminatoria en la última jugada y concluí que la suerte no existe cuando se repite mil veces: la suerte es para quien la trabaja. ¡Así gana el Madrid! Por eso posee doce copas de Europa. ¡Me alegré! Tanto como me alegraré si cae en semifinales, de penalti dudoso y en los últimos 30 segundos del descuento. Al cabo el fútbol es la guerra por otros medios. Y el Barça fue mi primer amor. Quizá sea el último.

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