NO me refiero a los que queden en la ciudad, aunque así lo sea, durante este mes de agosto. Tampoco yo estoy en la ciudad cuando escribo este artículo, sino en un pequeño pueblo del noroeste de España con apenas cuarenta habitantes. Me dedico a pasar las horas leyendo, escribiendo, paseando por el campo. No considero que sea perder el tiempo, sino ganarlo valorando lo cotidiano, lo simple y sencillo.

Llevo un buen rato mirando por una ventana que da a la calle; enfrente tengo una casa abandonada y una gran arboleda. Estoy ensimismado mirando a tres gatitos pequeños que corretean y juegan entre ellos bajo la mirada cómplice de su madre. Los gatos pequeños no dejan de saltar, de simular peleas entre ellos, de mordisquearse las orejas y el cuello. De vez en cuando es la madre la que tiene que soportar las puñeterías de alguno de ellos. No la dejan descansar, pero ella sabe perfectamente que eso es así, que debe soportar estoicamente los juegos y las gañafadas de sus hijos. En sus ojos entreabiertos y en los movimientos pausados y rítmicos de su rabo, se adivina lo feliz que se siente ante tal situación, aunque quiera dar muestras de indiferencia.

Ahora han cogido una botella de plástico. Los gatitos la muerden una y otra vez, se la quitan unos a otros, la dejan rodar calle abajo y vuelven con ella echándola encima de la madre que da un manotazo simulando que ya está harta, aunque bien se ve por su actitud que quiere seguir el juego, sólo que dando a entender que ya está un poco cansada.

Media mañana se me ha ido observando a los gatitos. Su desbordante vitalidad y la increíble paciencia mostrada por su madre han conseguido tenerme embelesado durante horas. Veo que los gatitos se esconden. Aparece un coche de gran lujo y aparca donde los gatitos han estado jugando toda la mañana. De él se bajan un gordinflón ataviado con camiseta de baloncestista, calzonas deportivas y gorra de visera puesta al revés, y dos niños con corte de pelo tipo indio arapajo que comen chucherías y beben refrescos en lata. Portan auriculares conectados al móvil y hablan dando voces. Arrojan al suelo las latas vacías y los restos de las chucherías y descargan varias bolsas repletas de productos de un hipermercado. ¡Cielos, qué horror! La escena no me interesa lo más mínimo. Prefiero la de los gatitos. Cierro la ventana, busco un libro y me voy a leer a otro sitio. ¡Qué vida ésta!

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