Los hallazgos de los paleoantropólogos en las últimas décadas han obligado a reconsiderar el esquema de la evolución que estudiábamos de niños, en aquellos árboles genealógicos cuya secuencia más o menos lineal no es que justificara el título de especie elegida, expresión de resonancias bíblicas que ya fue desmentida por la teoría de la evolución, pero de algún modo seguía abonando una idea de perfeccionamiento ascendente que se enfrenta ahora a la sospecha, cada vez más cercana a la certeza, de que no hemos sido los únicos humanos pensantes sobre el haz de la tierra. Como ha explicado Arsuaga, el hecho de que desde hace miles de años sólo sobreviva nuestra especie sugiere una falsa impresión según la cual los distintos antecesores -en realidad contemporáneos, durante largos periodos o edades- se habrían sucedido conforme a un ritmo escalonado, desde los homínidos más primitivos al triunfante sapiens. Pero los nuevos descubrimientos del registro fósil dejan claro que hasta ocho especies de homines llegaron a coincidir antes de la extinción de la penúltima de ellas, los famosos neandertales, que son también nuestros ancestros y cuya herencia genética es indisociable de la humanidad no africana. Los supervivientes, por lo tanto, somos únicos, pero venimos de todo un linaje al que se van incorporando ramas hasta ayer desconocidas, que en el caso de las mejor documentadas han dejado indicios de habilidades manuales, prácticas funerarias, arte y pensamiento simbólico. Aunque es un aspecto discutido, la capacidad para el lenguaje articulado sigue siendo, al menos de momento, la barrera que nos separa o nos distingue de esos otros humanos. Uno de los aspectos más originales y emocionantes de la gran novela de William Golding, Los herederos, a la que sólo en parte cuadra la convencional etiqueta de ciencia ficción, es que desplaza esa alteridad en una dirección contraria. Narrado desde la imposible perspectiva de los neandertales, para los que los sapiens son la "otra gente" o la "gente nueva" que ha irrumpido en su territorio, con su extraña fisonomía y sus sofisticadas costumbres, el relato de Golding recrea el momento en el que la supuesta paz de las comunidades originarias se quiebra por efecto de la mortífera presión de los advenedizos. Se trata de un libro fascinante que admite muchas lecturas, relacionadas con el problema del mal, el mito de la caída, la destrucción de la inocencia o las ambigüedades del progreso, que no siempre se enfrenta a la barbarie, pero sobre todas ellas se impone la conmovedora imagen crepuscular de esa vieja humanidad que también habitó el planeta y apenas ha dejado rastro.

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