Los granadinos que pudieron

El granadino Javier de Burgos pudo haber dimensionado al Reino de Granada en la división territorial de 1833

F RANCISCO Javier de Burgos, que vivió a caballo entre últimos decenios del siglo XVIII y la primera mitad del XIX, fue periodista, traductor y autor teatral granadino -nacido en Motril- y al que no se le recuerda, sola ni especialmente por ninguna de esas tres ocupaciones, sino por haber llevado a término deseado, como secretario de Estado, la división territorial del reino de España, lo que hizo por expreso encargo de quien fuera presidente del Consejo de Ministros en 1833 y aún hoy muy valorado biógrafo historiador del arte, Francisco de Paula de Cea Bermúdez y Buzo.

Javier de Burgos, granadino -repetimos- que así ha sido y es conocido en la historiografía moderna de nuestro país, tuvo la oportunidad y el poder para haber dimensionado al que fue Reino de Granada en la división que, por provincias, se hizo por vez primera en nuestro país y en el que se empleó, precisamente, como pauta orientativa -en muchos casos casi exacta- la demarcación de los antiguos reinos que conformaron la unidad de la Corona española. Haciendo suyas propuestas ajenas -muy seguramente- diluyó sin embargo -y desconocemos las causas reales- aquellas que fuesen demarcaciones históricas con rango supremo de reinos en Andalucía, en esa otra, que al final triunfó y que es la que engulló, literalmente, tanto antiguos reinos musulmanes como cristianos, en el territorio de lo que, aún y administrativamente es el suelo andaluz.

Con posterioridad -y como bien se sabe- mantener esa unidad territorial de Andalucía, en la geografía de lo que son las actuales ocho provincias, estuvo propiciado por el llamado -tan pomposa como innecesariamente- Padre de la Patria Andaluza: el notario musulmán Blas Infante, que encontró airada oposición a su propuesta por granadinos, jiennenses y algunos otros.

Hubo luego otra oportunidad para hacer justicia a la historia y restituir la memoria del antiguo Reino de Granada. Y fue cuando se cocinó -no me equivoco de verbo- lo que se dio en llamar Estado de las Autonomías, en el que -de nuevo y tristemente para Granada- se prefirió un a modo de virreinato con capitalidad hispalense, que bullía y salió -al fin y aunque fuese con calzador filodemocrático- de la testa del ministro Manuel Clavero Arévalo, sevillano, sevillanista y sevillanísimo, que apenas encontró oposición con sombra de fuerza que, muy posiblemente, sólo hubiese sido posible desde la autoridad -también jurídica- del granadino Antonio Jiménez Blanco, portavoz de Unión de Centro Democrático -el Gobierno- en el Senado, durante la legislatura constituyente, de 1977 a 1979. Pero Jiménez Blanco no debió de encontrar suficientes razones para esa lucha, prefiriendo el silencio y la sumisión. Granada y los granadinos que pudieron. ¿O no?

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